“Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
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¿También vosotros queréis marcharos? Será la pregunta firme de Jesús a sus discípulos, a sus seguidores, cuando la gente que le escuchaba se fue escandalizada por su mensaje radical de entrega como pan partido para la humanidad. El propio Pedro le recriminará que sea tan radical y decidido en su apuesta por la causa del Reino, pero Jesús no dará marcha atrás, ha elegido el camino en el corazón del Padre a favor de los hermanos, la pasión teológica es tan fuerte que no puede renunciar a ella, aunque le cueste la vida. En ese momento de pregunta seria de Jesús, los discípulos seguro que recordarían aquella llamada en sus inicios, la invitación fresca, novedosa, afectiva y verdadera de este hombre nazareno que seducía sin aspavientos ni alharacas, solo con la verdad y la coherencia de una vida sencilla y comprometida con la realidad, desde la profundidad de los que solo saben amar. Aquél recuerdo primero, les remueve sus entrañas, y será el mismo Pedro quien se renovará firmemente en aquel empuje primero: “Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron…” o como los hijos del Zebedeo que “dejaron a su padre y se marcharon con él”. Marchar con él es cuestión de vida y opción fundamental.
Para el seminario…
Hoy me descubro a mí mismo. Pepe, ese niño de Granja correteando por sus calles, cercano al templo parroquial como todos los niños, abierto y cercano con aquellos sacerdotes de antaño que lo trataban con cariño. Ese deseo infantil de querer ser sacerdote. Ese marcharse al seminario cuando tenía once años y a partir de ahí todo un camino de normalidad en el contexto eclesiástico y de seminario de aquella época. Éramos más de trescientos, un pueblecito de pitufos imparables. Pasó el tiempo, en medio de debilidades y pobrezas, también de sueños e ilusiones, la juventud me invitaba a escuchar la invitación más clara y exigente: “Venid conmigo…”. Recuerdo, con la juventud recién estrenada, unos días de oración y una invitación de un sacerdote a orar creando nuestro propio diálogo con Cristo: “Yo quiero ser como tú…”. Emocionado fui elaborando esa oración que aún practico y que siempre me acompaña. En ese momento la unía a la posibilidad de ser sacerdote, de seguir mis estudios en teología, tras los filosóficos. Pero la determinación era con relación a una persona y no a un estado eclesiástico, sí, se trataba de un encuentro y de un seguimiento. Marchar con él siempre es algo pendiente y en tensión, nunca acabado y siempre seducido, con momentos de luz y gozo, con momentos de huertos de olivo, cuando no de sequedad o acedia. Pero siempre ha permanecido el susurro interno: “Yo quiero ser como Tú”. Esa misma oración hoy cuando ya cuento sesenta y cinco años la hago como muchos hombres y mujeres, sacerdotes compañeros, pero sobre todo con muchos laicos y laicas que también marchan con él, y con jóvenes que están abriéndose al camino, dejándose enredar por las redes del reino frente a las mundanas. La invitación y la pesca continúa. “Yo, y los que me rodean en el camino de la fe, después de años en el ministerio o en otros estados de vida, te damos gracias porque queremos seguir siendo como Tú y caminando contigo”.
La vocación radical cristiana es la invitación a un bautismo en Jesucristo, a seguirle por sus caminos del reino de Dios buscando su justicia y sabiendo que todo lo demás se nos dará por añadidura. Se trata de una religación personal y vital con El, que nos lanza a un mundo de bienaventuranzas liberándonos de redes que pueden ser obstáculos para la realización verdadera de nuestro yo en el ejercicio de nuestra libertad. El punto de partida de este vivir bautismal es el encuentro real y vivo con su persona, solo en el diálogo limpio e interno con sus sentimientos podremos desear ser como él y avanzar con él. Abrirnos al evangelio de su vida en conexión con nuestra propia historia y realidad es nuestro camino catecumenal. Nadie podrá sustituir a Cristo para este encuentro, hemos de desnudarnos de nosotros mismos, de lo que nos rodea y enreda, para poder ver su verdad realizándose en nuestra historia y en la de los que nos acompañan. Jesús invita a aquellos jóvenes a una aventura evangelizadora, los acompaña y les ayuda a abrir los ojos para descubrir la presencia del Padre y de su corazón ante los hechos de la vida. Para ello, El mismo se cuidará con una vida interior profunda donde va elaborando la lectura creyente que comparte con todos ellos y que le da fuerza para su misión. Pero los llama a formar equipo apostólico, de un modo personal, pero no individual, les invita a caminar juntos, a dialogar, a reflexionar, a corregirse… y es el camino compartido, con sus límites y riquezas, como van adentrándose lentamente en el modo de pensar, sentir y actuar de Cristo. Pero sobre todo descubren como este Jesús les cuida y les enseña a ser sencillos y confiados hijos del Padre, desde su propio cuidado y atención. La vocación es a la comunidad apostólica que ha de ser levadura y germen de verdaderas comunidades fraternas en las que avance con profundidad el Reino de Dios que es como el grano de mostaza y el de trigo que cae en tierra, muere y da fruto.
Toca desnudar la imagen de la vocación cristiana, de lo que son vías de concreción y modos de vivir la verdadera llamada, hemos de volver a la radicalidad del encuentro con Cristo en la verdad de la vida y en el corazón de la comunidad fraterna en medio del mundo que está necesitado de buenas noticias y de salvación. Estamos llamados a marchar con Él e ir por todo el mundo en comunidad de vida y de amor. Las funciones y estados posibles de vivencia personal han de estar siempre al servicio de esta vocación bautismal que es la propia de los hijos de Dios en Cristo Jesús.