Debiésemos saber cómo transitar con destreza en un paso tan natural de la vida como es la muerte, pero, de algún modo, nos han construido atajos que no nos han permitido entrenarnos en un trayecto sagrado, lleno de belleza, de significado y de aprendizajes que atesorar. Las clínicas, hospitales y hasta cementerios nos han aislado al común de los mortales del paso evidente que todos sí o sí vamos a dar. Es por eso que, cuando alguien cercano ya tiene la fecha de deceso encima de la mesa, somos tremendamente torpes y solemos tropezarnos al andar.
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Uno de los tropiezos más frecuentes es temerle al encuentro con el moribundo porque suscita en nosotros sentimientos y pensamientos muy confusos que no podemos ordenar. Nos pone en evidencia el propio límite, pero a la vez nos regala la conciencia de que aún tenemos un tiempo más. Surge la compasión por el que parte y a la vez el alivio porque ya podrá descansar. Aparece la tristeza a borbotones por la ausencia que se avecina queriéndolo absorber con los cinco sentidos en toda su humanidad, pero a la vez la alegría y la certeza de que estará mucho mejor donde va. El nervio y el drama se cuelan sin piedad; las palabras se tupen y suelen expresar cosas inoportunas que nos hacen sentir fatal. El tema es que en este contexto todo pierde densidad y lo único que importa es el amor y la historia que nos une con quien partirá.
Los regalos de la agonía
Cuando la muerte nos regala el privilegio de avisar su venida con alguna enfermedad, podemos encontrarnos con el que parte y atesorar conversaciones trascedentes que serán legado para los que quedamos y los que vendrán. Todo lo superfluo se desdibuja porque ya carece de importancia la imagen, la riqueza o cualquier tema material. Lo bello se cose con el hilo del amor y los vínculos que se pudieron juntar. Todo el resto se deshace entre las manos y nos recuerda la prioridad. Lo malo es que, cuando apenas salimos del lugar y se rompe la magia del que está pronto a morir, vuelven con más fuerza las preocupaciones de este mundo como queriéndonos atrapar. Ciertamente, habría que vivir siempre como si fuese el último, pero es una quimera frente a la presión de omnipotencia que nos vende la sociedad.
¿Qué decir? ¿Cómo estar? Lo importante en este momento no somos nosotros, sino el otro, que tiene más preguntas e inquietudes que necesita materializar. Hablar con verdades es asertivo y no crueldad. Preguntar qué desea, cuáles son sus mensajes o los detalles para su funeral son conversaciones valientes que alguien debe hacer y qué mejor que los que lo aman más. Recordar sus mejores momentos también ayuda a tomar conciencia de lo vivido y a ilusionarse con lo que vendrá.
Dejar las heridas aquí
El máximo cielo en vida es un 1% de lo que nos espera cuando Dios nos pueda abrazar una vez que partamos del cuerpo físico a la eternidad. Preguntar también por los pendientes, por lo errores que hay que perdonar, puede aliviar la carga y regalar paz. Las heridas más hondas no hay para que seguir llevándolas al cielo; mejor que se queden acá. Lo más lindo que podemos mostrarle a quien parte es cuánto amor tiene a su alrededor. Esa es la única interrogante que le hará el Señor. ¿Cuánto amaste? Y, si le mostramos las evidencias, le estamos regalando bendiciones para su alma para que suelte el miedo y se entregue como un niño a quien lo creó.
Así como el nacimiento es bullicioso y lleno de trabajo por parte de la madre y de quienes la asisten, la muerte normalmente es silenciosa y plácida por el que parte y solo hay que contemplarla como quien ve algo sagrado y precioso. Mirar como si fuera un atardecer que se detiene en mil colores, respiros, estertores, miradas y apretones de manos, que son los últimos adioses en esta dimensión. Es un privilegio de la vida ver la muerte y admirar la belleza de esta migración de regreso al vientre de Dios.