todoHay momentos de la vida tan extremos, que nos conectan con experiencias traumáticas de nuestro pasado, que pareciera que la única salida para sobrevivir, física y psicológicamente, es salirse de la realidad objetiva que nos supera y refugiarnos en los brazos de Jesús hasta que podamos volver a retomar el control.
- PODCAST: El cardenal Robert McElroy
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sé que voy a parecer un “bicho raro” y probablemente lo soy, pero hace unos días tuve la oportunidad de andar durante dos horas en jet sky; es decir, en moto de agua. Ya lo había hecho antes una vez hace 31 años atrás, pero la memoria es frágil y había olvidado el terror que podía llegar a padecer. Me entusiasmó la felicidad de los demás conductores y las promesas de lo que íbamos a ver en el recorrido y zas, me planté de copiloto feliz detrás de mi marido a disfrutar de una renovada juventud que parece que ya no existe.
Inicio de la tortura
Apenas aceleró y comenzó el corcoveo por las olas, mi cuerpo se rigidizó. La velocidad y los saltos se convirtieron en verdaderos látigos a mi inconsciente que, literalmente, se conectó con un miedo irracional, la indefensión total, la impotencia de arrancar y la aceptación inevitable que “solo” debía aguantar por 120 minutos más una angustia de muerte que ya había vivido antes y que no podía tolerar. No es que sea masoquista, porque bien me podría haber devuelto o buscado un bote para regresar, pero las circunstancias no lo permitían y comencé a apretar cada músculo de mi ser y a estrujar a mi marido con las uñas para sobrevivir a esta “aventura fatal”.
Debían haber pasado unos 45 minutos cuando mi musculatura ya no dio más. Las piernas y el cuello estaban tan contracturados que me dolían al moverlos y las falanges de mis manos las tenía tiesas. No podía más. ¿Qué hacer? Mi psique viajó en el tiempo a momentos de terror similar, pero no precisamente por andar en moto de agua, y necesitaba un “salvavidas” para poder continuar. Fue ahí cuando Jesús “se me apareció” en medio de las olas y me dijo: “Déjate llevar por mí y que se haga mi voluntad”. Cerré los ojos y solo vi su mirada mientras el viento y el sol me comenzaban a acariciar. La respiración me ayudó también, pero sobre todo la presencia divina de que “todo iba a estar bien” y que ni antes ni ahora me hubo de abandonar.
Regreso a la vida
Lentamente, el abrazo tierno y firme me empezó a sanar. La disociación de la realidad objetiva y el ampararme en su presencia espiritual fue un regazo para alejar el pánico y objetivar mi realidad. Había sobrevivido en mi infancia al terror y ahora también lo podía hacer porque contaba con su amorosa presencia paterno/maternal. Mi cuerpo empezó a soltarse y, cuando llegamos a la orilla, pude reconocer el porqué me había enfrentado nuevamente a esta prueba vital: ya es hora de dejar mis miedos atrás.
El Señor es una persona concreta, real, viva y dialogante con quien podemos “disociarnos” en todo momento. A Él podemos acudir en cada respiración o dificultad, en cada éxito o bendición para alabar, para conversar, para pedir, para agradecer, para ofrecer y para vivir plenamente conscientes que a su lado. No se trata de abstraernos de la realidad, sino de ser conscientes de que, cuando esta nos supera o nos lleva incluso la muerte, Él jamás deja de estar.