Tribuna

Via crucis de un hijo pródigo

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Aquí estoy, Señor, ya ves, soy un hijo pródigo que he abandonado la casa de mi padre, que he derrochado la fortuna que me entregó y ahora permanezco sentado al borde del camino, esperando que alguien pase a mi lado y me ofrezca algo que me sacie. Pero los que pasan vienen con bolsas repletas, llenas en este gran hipermercado del mundo, cargadas de alimentos con fecha de caducidad que acumulan para sí y que ninguno comparte…



Nadie me da de comer. Mi única alternativa es alimentarme de desechos que nadie quiere, que busco en el gran contenedor de los desperdicios del mundo…

Todo lo tuve cuando permanecí junto a mi padre, pero ahora solo puedo esperar, cubierto por los harapos de la miseria. Sentado en la cuneta, espero que alguien pase y escuche mi lamento (cf. Mc 10, 46-52); que preste oídos a mi grito y me dirija al menos una mirada que me saque del desprecio del mundo, ese mundo que, en otro tiempo, me fascinaba con promesas ilusorias, pero que ahora no me ofrece más que abandono y desengaño. Hoy reconozco que quise vivir en el mundo y me dejé fascinar por sus poderes… Mientras me duró la herencia, todos acudían a mí, me halagaban… era el centro de atención en aquellos días de vino y rosas… Pero ahora mis allegados se quedan a distancia (Sal 38, 12). Y, para los correctos, soy un pecador del que hay que alejarse. Los próceres del bienestar me abandonan. No tengo nada. Y aquí estoy, postrado en la cuneta… solo, hambriento y cansado.

Amigo, amiga… tal vez tú también añoras la vuelta a casa…

Primera estación: Jesús es condenado a muerte

Pilato tomó la palabra de nuevo y les preguntó: “Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?”. Ellos gritaron de nuevo: “Crucifícalo”. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte: “Crucifícalo”. Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran (Mc 15, 12-15).

Desde el recodo del camino, donde postrado ahogo la voz de mi lamento (Sal 27, 7), levanto la vista y, a lo lejos, veo un tropel de gente que deja la ciudad y sale al descampado. Oigo voces y percibo gritos lejanos. Sobre la multitud aprecio el perfil de varios soldados. Y, de cuando en cuando, oigo el chasquido de un látigo…

Pasa por delante de mí uno que va hablando solo. Tiene los ojos bañados en lágrimas y, como arrepentido de una cobardía, se lamenta y dice que los soldados llevan al patíbulo a un inocente, que lo conducen como a un malhechor sin posibilidad de redención alguna… Una multitud le sigue entre curiosidad y gritos que rezuman odio. El que habla solo se justifica y finge no conocer a ese hombre. Pero lágrimas de amargura delatan su miedo y su fracaso… (Mt 26, 69-75).

Y yo, postrado en el camino, cubierto con los harapos en que se ha convertido el vestido que me regaló mi padre, me pregunto por qué le habrán condenado…

Segunda estación: Jesús carga con la cruz

Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y convocaron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo (Mc 15, 16-20).

La multitud avanza. Como una jauría de mastines, la turba acorrala al condenado (Sal 22, 17). ¡Cuán numerosos son sus adversarios, cuántos los que se levantan contra él! (Sal 3, 2). Y, desde mi postración, ya puedo ver cómo carga sobre sus hombros un peso insoportable, superior a sus fuerzas (Sal 38, 5). ¿Qué tiene ese madero que se hunde sobre su torso, como si descargara sobre él el peso de mil hombres, como si quisiera empujar al más profundo abismo a este miserable? (Sal 88, 4).

Encorvado y encogido (Sal 38, 7), el condenado se acerca lentamente. Los soldados tiran de él, como de un cordero manso llevado al matadero (Jer 11, 18), pero él, como oveja ante el esquilador, no abre la boca (Is 53, 7). Camina pesadamente, como si cargara sobre sí el peso del mundo… No puedo ver su rostro (Sal 13, 2), pero veo su sombra tambalearse… Mis días son también como una sombra que pasa (Sal 102, 12)… ¿Hasta cuándo tendré congojas en mi alma? (Sal 13, 3).

Tercera estación: Jesús cae por primera vez

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (Is 53, 4-5).

Se veía venir. El peso del madero lo ha derrumbado. El condenado ha mordido el polvo y nadie se acerca a levantarle… El que iba delante de nuevo se esconde. Tampoco yo me acercaré: bastante hago con lamentar su suerte. Al fin y al cabo, esto no va conmigo. Yo no tengo arte ni parte. Solo soy un espectador harapiento que ve pasar el espectáculo… y a mí ya nada me sorprende. Sí, me conmueve, pero… en la vida, cada uno tiene que afrontar su propio drama y asumir su destino. Cada uno recoge lo que siembra… Si yo me veo así, lo reconozco, es porque no quise renunciar a las seducciones de una vida fácil… Si este se ve así, algo habrá hecho para merecer esta condena… Y ahora carga sobre sí el peso de la culpa, consumido por el espanto (Sal 88, 17). Cada cual debe pagar el precio de sus pecados…

Cuarta estación: Jesús encuentra a su madre

Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, y a ti misma una espada te traspasará el alma, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).

La multitud se acerca. El griterío me aturde. Y se hace más intenso el fustigar de los látigos. Veo a una mujer que espera al borde del camino. ¿Quién será? Algunos parecen reconocerla y se adelantan hasta llegar a ella. Parecen confusos y caminan cabizbajos… Callan, como si su corazón estuviera yerto, como si algo, no sé qué, les impidiera articular palabra (Sal 143, 4)… En sus rostros parece aflorar el dolor del alma atormentada por el miedo y por la duda…

Entonces yo, hijo pródigo postrado en la cuneta del camino, miro a esa mujer y veo que hay algo en sus ojos que nada tiene que ver con la mirada desconcertada de los que la acompañan. De su silencio brota un dolor profundo, como si una espada la estuviera atravesando el alma (Lc 2, 33-35)… El condenado la mira. No hay palabras, pero en el cruce de sus miradas parece como si el mundo se detuviera en un instante eterno… Y los gritos de la turba no pueden acallar la voz de ese silencio…

Mi corazón da un vuelco y un sobresalto sacude entonces mis entrañas… ¿Qué hay en ese intercambio de miradas que remueve mi vida y hace que ya no pueda permanecer ajeno, alejado en la distancia?

Quinta estación: Simón cirineo ayuda a Jesús

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23, 26).

La marcha va lenta. El condenado apenas puede dar dos pasos seguidos y los soldados parece que tienen prisa para que todo acabe. Quizá temen disturbios… O tal vez solo les apremia el deseo de terminar cuanto antes… Comentan que no entienden la insistencia de ese sanedrín de acusadores que lo ha precipitado todo. ¡Qué más daba esperar a que pasara la fiesta y a que los forasteros se hubieran marchado! Pero no. Decían que el subversivo les resultaba incómodo (Sab 2, 12) –eso comentan los soldados– y que había que condenarle a muerte ignominiosa (Sab 2, 20)… Les ciega su maldad (Sab 2, 21) y hasta se han inventado falsas noticias para llevar la situación al extremo del odio…

Los soldados llaman a gritos a uno que viene del campo… Pasaba por aquí y la curiosidad le ha implicado… A empujones le obligan a levantar el madero…

Yo me reafirmo en mis precauciones y pienso que tal vez sea conveniente distanciarse un poco… Sí, me levantaré… y pondré distancia (Sal 38, 12)… todavía estoy a tiempo… no sea que me vean y también me salpique… Sí, me levantaré con disimulo y me alejaré sin llamar la atención… Bastante tengo con la miseria que sufro.

Sexta estación: La Verónica limpia su rostro

Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro (Sal 27, 8).

Pero ¿qué voy a hacer? ¿Esconderme como ese cobarde que ha pasado por aquí hace un momento? Indeciso, veo cómo el condenado se acerca… Ya puedo ver su rostro y me quedo inmóvil, estupefacto… Está tan desfigurado que no parece hombre (Is 52, 14).

De entre el gentío una mujer que no teme a los soldados se adelanta con un paño entre las manos y limpia su rostro, cubierto de hematomas, sudor y sangre… Oigo comentar que anoche, entre los olivos, el reo sudó sangre…

Entonces, un sordo rumor se extiende entre la gente… En el lienzo, el condenado ha dejado impresa su imagen… Pero ¿qué es esto? ¿Un signo? ¿Un milagro? Cuando todos, desde el procurador y el sumo sacerdote hasta el último del sanedrín, andan preocupados por salvar su cara… este hombre que lleva en su rostro todo el dolor del mundo ha entregado a esta mujer su imagen desfigurada… Esta mujer buscaba algo y lo ha encontrado. Y ante ella empiezo a vislumbrar la mentira de todos los que están dispuestos a hacer lo que sea para salvar su imagen: a traicionar a un amigo, a empoderarse en su cargo, a desdecirse de lo dicho para que no se ensombrezca su fama ni se desmorone su estatus… incluso a entregar a un hombre a la muerte…

Y veo que yo también, cuando me sentía dueño del mundo, vivía para salvar mi imagen… pero ahora solo soy un espejo roto, abandonado en la basura. Quizá tienen razón los que me ven como un pecador miserable…

Séptima estación: Jesús cae por segunda vez

Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de
mi pueblo lo hirieron […]. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento (Is 53, 8.10).

El madero lo aplasta como a un gusano (Sal 22, 7). Ya está delante de mí. Los gritos de la gente me desconciertan y aturden. Él ofrece la espalda a los que le golpean (Is 50, 6)… y los látigos de los soldados abren llagas como serpientes en su cuerpo caído… Pero, desde el suelo, vencido por el peso que estrangula sus pulmones, saca fuerzas para levantar la cabeza… Fija en mí sus ojos y me dirige su mirada. Me siento confuso: el condenado me mira con compasión; el despreciado me dirige una mirada llena de humilde ternura; lo conducen al abismo, pero él, desde el suelo, no deja de mirarme…

En sus ojos veo todo mi anhelo (Sal 38, 10). ¿Por qué me mira de ese modo que me atrae y me desconcierta, que ya no me permite quedarme al margen? Empiezo a verme a mí mismo como lo que realmente soy…

Octava estación: Jesús y las mujeres de Jerusalén

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: ‘Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado’. Entonces empezarán a decirles a los montes: ‘Caed sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Cubridnos’” (Lc 23, 27-30).

¿Por qué lloran esas mujeres? No es el primer reo de muerte que pasa por aquí, no deberían sorprenderse… Quizá le conocen o, tal vez, sean parte de sus familiares… Plañideras no son, porque se ve que lloran con un llanto desconsolado, con una amargura sin fondo… Ya otras mujeres lloraron. Con llanto amargo lloró Raquel por sus hijos muertos (Jer 31, 15). Y con lágrimas de angustia lloraron madres anónimas cuyos hijos inocentes les fueron arrebatados por el tirano… Como tantas veces sucede, porque el poder tirano es capaz hasta de disfrazar las palabras, de prostituir el lenguaje para asesinar a inocentes, para ocultar su maldad siniestra… Pero el dolor del holocausto irreparable siempre queda grabado en la memoria. Y ahora, el llanto de estas mujeres, presagia otros llantos…

Con mirada mansa, el condenado acoge sus lágrimas de amargura y, por primera vez, ante ellas, escucho su voz, que me trae el eco de un inocente injustamente condenado… Me pregunto de nuevo quién es ese hombre… No puedo evitar que palabras que ya tenía olvidadas vengan ahora a mi memoria: “Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron…” (Is 53, 8).

Novena estación: Tercera caída

Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud. Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizás haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios. Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3, 27-32).

Se ha dirigido a las mujeres y después no ha podido dar ni tres pasos. Aquí mismo, delante de mí, ha caído al suelo nuevamente. El peso del madero le aprieta contra el polvo de la muerte (Sal 22, 16)… Vuelve a mirarme… Y, de nuevo, palabras que escuché en otro tiempo acuden insistentemente a mi mente: caído en tierra, lo veo “triturado, herido de Dios y humillado…” (Is 53, 4). Con los músculos agarrotados por la fiebre, no tiene nada sano en su carne, entumecido, molido totalmente, su corazón convulso (Sal 38, 9) parece que ya no aguanta…

Y, ante su tercera caída, entiendo que ya no puedo permanecer indiferente. Su mirada me hace sentir culpable, como si en ella recayera sobre él todo el peso de mi pasado… También yo estoy a punto de caer, mi tormento sin cesar pesa sobre mí… (Sal 38, 18). Viéndole así, arrastrado como un gusano, ya no puedo evitar lo inevitable: reconozco mi culpa (Sal 50, 5) acongojado estoy por mi pecado (Sal 38, 19). Me levantaré (Lc 15, 18)… porque ya no puedo sustraerme a su mirada.

Señor, pequé…

Décima estación: Jesús, despojado de sus vestidos

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica (Jn 19, 23).

Entre la jauría que le sigue, he podido abrirme paso. Estamos al pie del patíbulo y el drama llega a su desenlace. Tres mujeres lloran desconsoladas. Y un joven, a su lado, guarda silencio. Los soldados le quitan un manto de color púrpura y le despojan de la túnica. Con sus ropas hacen un lote para cada uno (Sal 22, 19), pero no rompen la túnica, porque es una túnica sin costuras, como la del Sumo Sacerdote… Su cuerpo queda desnudo, coronado con una corona de espinas que –dicen– trenzaron los soldados… Sus acusadores le miran triunfantes (Sal 22, 18). Pero yo le veo así, despojado de sí mismo (Flp 2, 7)… y pienso: “He aquí el hombre” (Jn 19, 5).

Su desnudez hace que el viejo vestido que me regaló mi padre parezca un vestido de gala, un traje de fiesta, un manto de triunfo (Is 61, 10)… Todavía me queda algo de lo que me dejó mi padre…

Señor, pequé…

Décima primera estación: Jesús, clavado en la cruz

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol (Lc 23, 44).

Algo pasa. La tarde se oscurece y nos cubre la tiniebla (Mt 27, 45). La jauría se ha calmado y ahora un silencio sobrecogedor deja escuchar con toda claridad los golpes del martillo sobre los clavos. Le taladran las manos y los pies (Sal 22, 17). Los que iban en primera fila eran los que más gritaban… pero ahora callan y dan unos pasos atrás para dejar que los soldados terminen su trabajo…

Es curioso, hasta ahora no me he dado cuenta: uno de los que más gritaban tiene un gran parecido con mi hermano… No lo es, porque mi hermano seguro que a esta hora estará regresando del campo a la casa de mi padre… Pero esa sonrisa irónica en sus labios es la misma que esbozó cuando me marché de casa… En esa mueca no disimulada me parece percibir un regusto de satisfacción, como si el precio de un resentimiento se viera ahora satisfecho…

Ya le han clavado en la cruz y le han elevado a lo alto… Yo no entiendo lo que pasa y lo que veo me sume en el desconcierto… Una voz interior me inquieta y me urge a mirar más allá de lo que estoy viendo, pero aún no acierto a entender el desenlace…

Desde el patíbulo, un grito angustioso me rasga el corazón: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22, 1).

Señor, pequé…

Décima segunda estación: Jesús muere en la cruz

E inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30).

Un letrero cuelga sobre su cabeza. Lo ha mandado poner Pilatos, escrito en hebreo, latín y griego para que todo el mundo lo entienda. Le han pedido que lo corrija, porque algo no les gusta, pero él ha respondido rotundo: “Lo escrito, escrito está” (Jn 19, 22). Lo leo sin dificultad alguna: “Jesús el Nazareno. El Rey de los judíos”. He aquí el delito… Es algo más que una acusación… Dicen que Pilato dudó cuando lo llevaron al pretorio para que fuera juzgado… Y ahora manda poner ese letrero que anuncia más de lo que dice… Algunos lo leen y se burlan… Otros se mofan, tuercen los labios, menean la cabeza (Sal 22, 8)…

El Nazareno debe de tener sed, porque uno se acerca y, con una lanza, le lleva a los labios una esponja empapada en vinagre… La rechaza y veo que cruza unas palabras con dos bandidos que, junto a él, han sido crucificados, pero no logro oír lo que hablan… Habla también con una de las mujeres –la misma que le esperaba en el camino– y con el joven que la acompaña, pero tampoco distingo qué les dice…

Sin embargo, oigo perfectamente –no me preguntéis por qué ni cómo– unas palabras que ya nunca podré olvidar… El Nazareno ha elevado levemente los ojos al cielo y ha suplicado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…” (Lc 23, 34).

Sus palabras me sobrecogen… Y en mi estupor, de nuevo, que nadie me pregunte por qué, acuden a mi mente unas palabras contrarias a toda la lógica: “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia…” (Sal 45, 3).

Le oigo susurrar: “Todo está cumplido”… E, inclinando la cabeza, entrega su espíritu… (Jn 19, 30).

El eco de estas palabras resuena en mí una y otra vez… “En tus labios se derrama la gracia…”. Y un manantial de agua y sangre irrumpe entonces desde el pecho del ajusticiado… Un caudal de sangre y agua desde su corazón roto desciende hasta la tierra, la riega y la enriquece sin medida (Sal 64, 10).

Y otra vez pensamientos contrarios a toda lógica me asaltan… “La acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales…” (Sal 65, 10). Siento que su cuerpo es trigo molido para el Pan que saciará mi hambre…

Y ahora recuerdo: “Mirarán al que traspasaron…” (Zac 12, 10).

Señor, pequé…

Décima tercera estación: Jesús en brazos de su madre

Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. (Lc 23, 50-53).

Ungido del Amor… ahora te entiendo. Han sido las palabras de un pagano las que han abierto mi corazón a tu presencia. “Verdaderamente –ha dicho– este era hijo de Dios…” (Mt 27, 54). El centurión romano ha confesado en mi nombre lo que para mí resultaba inconfesable… Y ahora, cuando veo tu cuerpo inerte acunado en los brazos de tu madre, ya solo pienso en ti, Cristo del Amor, que todo lo has dado…

Por amor has pasado a mi lado… Con amor, desde tu humillación, has salido a mi encuentro y me has mirado… Me has visto así, como soy: confuso, harapiento, descartado de los justos y pecador que se alejó de la casa del Padre… Y la fuerza de tu amor –solo la fuerza de tu amor– me ha hecho levantarme para seguirte, aunque solo sea unas decenas de metros, hasta el monte de tu Calvario…

Señor, pequé…

Décima cuarta estación: El cuerpo de Jesús es enterrado en el sepulcro

Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23, 50).

¿Dónde están los tuyos? Anoche se dispersaron. Uno de ellos te siguió a escondidas, disimulando su amistad y acobardado por el fracaso… Otro se quedó junto a tu madre… El traidor ha desaparecido, comido por la desesperación y los remordimientos… Y los demás, probablemente anden huidos, de ti y de sí mismos, ocultos tras cualquier parapeto…

Todos se han marchado. Y me quedo aquí, solo en la distancia, contemplando esa piedra que sella la puerta de tu sepultura.

Tus últimas palabras me vienen una y otra vez a la mente…

Atardece. Ahora todo está en calma y la luz de este atardecer de primavera todavía me permite ver desde aquí los lirios del campo, tan hermosos que ni Salomón pudo vestirse así en toda su gloria… (Mt 6, 29). Y los trigales ya empiezan a verdear y presagian la espiga madura, porque el grano que murió enterrado en la tierra ha dado su fruto (Jn 12, 24)…

Atardece. Mi vida ha cambiado esta tarde. Ungido del Amor, en ti reconozco el rostro de mi verdadero hermano… Tú has hecho este camino para que yo pueda volver a la casa de mi Padre. Volveré. Y mi Padre me cubrirá con un vestido de gloria que, ya para siempre, cubrirá mi desnudez y, en su mesa, saciaré mi hambre.

Señor, pequé…

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