¡Como somos los humanos! ¡Cuántas veces cambiamos de actitud en cuestión de días y de horas! ¿Por qué damos estos bandazos?, ¿lo hacemos en cosas que nos importan verdaderamente?
- PODCAST: El cardenal Robert McElroy
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La escena de Domingo de Ramos nos confronta con esta dolorosa verdad. Un día alabamos a alguien, lo apoyamos, lo reconocemos tal como es e incluso lo defendemos. Y pocos días después respondemos con silencio, con distancia, con frialdad e incluso somos capaces de negarlo.
Más aún: algo hay en nosotros que nos lanza en brazos de quienes nos expresan afecto, lo disfrutamos. Quizá es ese poso de confianza profunda que anida en toda persona sana. Quizá por eso el mismo Jesús disfrutó de su entrada triunfante en Jerusalén y se dejó arrullar por los cánticos: ¡hosanna! ¿Qué pasaría dentro de Él en esos momentos?, ¿cómo lo disfrutaría después con sus amigos?, ¿qué expectativas le darían reposo por dentro como un calorcito suave que nos alienta y descansa cuando nos sentimos queridos?
Pero en unos días esas mismas personas ya no estaban. Muchos callaron. Otros se escondieron. Algunos dijeron que no le conocían, que no les interesaba nada de su vida o de lo que estuviera sufriendo. Fueron capaces incluso de corear: “¡Crucifícalo!”. Eran los mismos. Él era el mismo. Con sus aciertos y sus errores. ¿Qué cambió entre medias?, ¿presión social?, ¿balance de pérdidas y ganancias?, ¿intereses creados?, ¿cambio de afectos?
La Pasión
La sabiduría de la liturgia de Domingo de Ramos nos da varias claves: comienza con alabanzas y en un clima de alegría y fiesta. Pero, enseguida, entramos en las lecturas de la Pasión:
“Yo no resistí ni me eché atrás… No me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50,4-7). Y aún así, el salmo no puede evitar el lamento amargo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado? … Se burlan de mí…, me acorrala una jauría de mastines… Señor, no te quedes lejos, fuerza mía, ven corriendo a ayudarme” (Sal 21).
Y por si no fuera suficiente, en todos los idiomas y climas se proclamará el Evangelio: desde la pregunta más tramposa de Judas (“¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?”) hasta asegurarse de que la piedra dejara bien sellado el sepulcro con su cuerpo muerto dentro.
Y después, el silencio. Quizá sea ésta la respuesta más humana y más lógica ante tanto bandazo, ante tanto desencanto. ¡Cómo somos los humanos!
Quizá nos ayude acudir al himno de Filipenses: ¡Cómo es Dios! Es el que no hace alarde de su categoría divina y elige -sí, lo elige, porque no basta con asumirlo- pasar por uno de tantos, como un hombre cualquiera. Es el que prefiere bajar la cabeza y guardar silencio antes que devolver mal por mal, traición por traición. Es el que será capaz de volver a buscarnos, a todos, dentro de unos días: a los que callaron, a los que se alejaron, a los que no le acompañaron, a los que le negaron. A todos. Con esa delicadeza de quien no impone ni siquiera el amor. Ni siquiera la vida. Solo la ofrece. Siempre.