Tribuna

Trabajo, dignidad y coherencia

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Eran los comienzos del cristianismo cuando san Mateo, en el capítulo 20 de su evangelio, narra la parábola de los obreros de la viña: “El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña… En ella la prioridad de la persona y sus necesidades las pone Jesús por encima de la lógica del trabajo asalariado en cuanto a jornadas y tiempos de trabajo, primando la compasión y las necesidades humanas de los jornaleros sobre la “justicia laboral” (Mt 20, 1-16).



Hoy, XXI siglos más tarde, el trabajo es, en demasiadas ocasiones, fuente de deshumanización en la que el problema no es ya que haya malas condiciones de trabajo, sino que en esas situaciones no podemos ser y desarrollarnos como personas. El trabajo ha perdido su apellido “decente” y, al igual que los alimentos, el agua y el aire que nos hace crecer humanamente tienen que ser sanos, potables y limpios, el trabajo que nos permite crecer y desarrollarnos como personas tiene que ser un trabajo decente, que nos permita cubrir nuestras necesidades más que ser económicamente rentable.

Un trabajo que sea estable y con derechos, nos saque de la pobreza, haga posible la vida familiar, nos iguale a hombres y mujeres, integre a los migrantes, sea sostenible ambientalmente… Hoy, un trabajo decente es la mejor herramienta, el mejor instrumento de inclusión social posible.

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Nuestro sistema económico y social destruye la dignidad del trabajo y el trabajo digno, destrucción que es una de las causas fundamentales de la pobreza, la exclusión y la negación de la dignidad de las personas. La defensa de la dignidad del trabajo, y del trabajo digno, es esencial para la lucha contra la pobreza, la realización de nuestra humanidad y la construcción de una sociedad justa: “El gran objetivo debería ser siempre… una vida digna a través del trabajo” (cfr. LS 128). No nos dejemos robar la dignidad.

Diálogo sincero y profundo

Como Iglesia viva, insertada en el mundo donde bulle la vida, estamos llamados a estar alerta para denunciar, desde la ternura, la compasión y el estilo de vida de Jesús de Nazaret, la denigración que están sufriendo hoy las personas en el trabajo. Pero también, nuestra Iglesia y todas las organizaciones eclesiales de nuestro país, que contratamos a muchos miles de personas, necesitamos de un diálogo sincero y profundo sobre cómo se da esta realidad del trabajo en nuestras instituciones y, por coherencia, generar empleos que garanticen la dignidad de las personas.

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