Los seminarios se vacían en forma dramática, ante la falta de vocaciones. Monjas españolas dicen que no necesitan capellán para las celebraciones eucarísticas: se puede encargar de ellas la superiora. Consagradas brasileñas confiesan a los fieles en la Amazonía, aunque no les dan la absolución. Laicos de Paderborn, Alemania, quieren nombrar a su arzobispo, siguiendo el espíritu del camino sinodal germano.
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¿Estamos ante una revolución eclesial, acorde a lo vivido en estos últimos 10 años con el papa Francisco? Sin lugar a dudas. Pero uno de los elementos a resolver en primer lugar, me parece, es la tarea que tendrán en el futuro los clérigos actuales: en ellos se centran muchos de los problemas a superar, desde su progresiva disminución numérica, hasta el clericalismo que los corroe.
Y un buen comienzo sería definirlos, asignarles un nombre que los identifique. No es un mero nominalismo, sino la expresión de una realidad. ¿Cómo se les ha venido llamando? ¿Cómo se les podrá designar en la Iglesia del futuro? Vayamos de menos a más en lo que, a mi juicio, sería la nomenclatura adecuada.
¿Sacerdotes? Va un no rotundo. Ni los apóstoles, ni los discípulos de Jesús, ni quienes tenían a su cargo las primitivas comunidades recibieron ese apelativo. Además, evoca más el poder en la administración de lo sagrado que el servicio desinteresado a la comunidad.
¿Presbíteros? Quizá, y estaría más acorde a lo que se dice de ellos en el Nuevo Testamento. Son ancianos -no en el sentido cronológico- que se distinguen por su sabiduría y experiencia, aunque el concepto no deja de parecer distante de los fieles.
¿Padres? Así se nos llama con más frecuencia, lo que genera una suerte de filiación en los laicos, aunque no se puede desechar el mandato de Jesús -claro, rechazado siempre cuando los protestantes nos lo espetan en la cara-: “a nadie llamen padre” (Mateo 23,9).
¿Pastores? Ya nos vamos acercando al punto correcto, creo, pues así se autodefinió Jesús de Nazaret. Aunque la expresión nos sigue pareciendo distante a quienes vivimos en sectores urbanos, y los fieles actuales lo que menos quieren es que se les considere ovejas.
¿Curas? Aunque para algunos pueda significar algo peyorativo, remite a cuidado, cercanía, protección, que no significa falta de competencia profesional -los “curadores” no solo alivian enfermedades sino también garantizan la pureza de lo que cuidan, como quienes velan por la calidad artística de una obra-, sino involucramiento personal con quien se asiste en alguna problemática.
Quizá, entonces, el cura del futuro se encargará menos de administrar sacramentos como el bautismo, la eucaristía y la reconciliación, o de testificar matrimonios -¿todo ello lo podrán hacer algunos laicos calificados?- y más de ungir enfermos, visitarlos en sus hogares y en los hospitales, atender a los pobres y marginados, predicar su experiencia de Dios, curar, vaya, las heridas de un mundo cada vez más necesitado de el bálsamo del cariño y la delicadeza. Veremos.
Pro-vocación
Bien por Francisco de Roma. En la reciente Asamblea Plenaria del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, cuyo título fue “Los laicos y la ministerialidad en la Iglesia sinodal”, el Papa ha recordado que los ministerios en la Iglesia van más allá de los conocidos, es decir, los ordenados o instituidos, y piensa en la atención a las nuevas pobrezas y, en especial, a los migrantes como las nuevas formas de servicio ministerial. Bien por Bergoglio.