La irrupción pública de la Inteligencia Artificial (IA) suscita expectativas positivas y negativas, muchas relativas a la competencia con la inteligencia humana, a la que se teme pueda superar. Estas discusiones manifiestan la concepción reduccionista de nuestra civilización sobre la inteligencia y la razón.
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El cerebro humano se generó por nuestro ecosistema de vínculos sociales. Es decir, el amor precedió y causó el desarrollo cerebral. Amor y conciencia están necesariamente unidos. El fenómeno humano sabe porque ama y al amar conoce. No hay saber neutro, todo tiene valor. A quien investiga, el amor le da un conocimiento integral de las cosas y es el núcleo de su relación con ellas. El amor es imprescindiblemente el mayor valor para guiarnos en todas las cosas que constituyen un misterio: los otros, uno mismo o la existencia. También al revés: amar a alguien o algo, nos hace conocerlo desde donde sentimos y sabemos con mayor alcance.
La IA es un operador complejo de información, pero no puede amar. Son máquinas que pueden ser programadas para que calcule cómo podría ser pensado algo por quien lo ama, pero no solo no puede amar, que es la singularidad clave de la inteligencia humana. Es más, el saber humano no es su propiedad, sino que la razón-amor es la fundante y última estructura del universo, de la que participa.
No es un logaritmo
El saber humano no es un logaritmo ni el cerebro es un computador. La IA jamás llegará a la razón-amor, pero sufrimos la tentación de reducir la inteligencia humana a máquina artificial. La clave para interpretar todo este mundo de hadas, brujas y creatividad maravillosa que despliega la IA es averiguar quién es el Mago de Oz que está detrás de las cortinas programándola y usándola.