En un mensaje a la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas (UMOFC), el papa Francisco señalaba el pasado 13 de mayo que “donde no está la mujer, hay soledad, soledad árida que genera tristeza y toda clase de daño a la humanidad”. Son obvios los numerosos e importantes centros de decisión en los que no está presente la mujer, y la soledad, la tristeza y el daño que se han acostumbrado a sentir.
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La soledad del hombre no se debe tan solo a la ausencia de la mujer, sino a la ausencia del propio varón: solo está presente una caricatura de lo que verdaderamente es. Una parte central de la exclusión de la mujer no reside solamente en la insuficiente comprensión que existe de la mujer del siglo XXI, sino en la pobre mirada que hay sobre el varón. La complementariedad se empobrece, provocando frustración, y se deterioran tanto lo femenino como lo masculino.
En nuestro planeta del siglo XXI reina una visión reduccionista de lo masculino. Desde el siglo XX se acentuó la identificación entre varón, poder y capital, dando lugar así a una exacerbada cultura masculina patriarcalista.
Esquematizado y reducido
Lo masculino ha sido esquematizado y reducido a una serie de rasgos que lo constriñen a simular ser el principal proveedor, liderar la autoridad, tener una identidad demasiado basada en la profesión, tener un mundo emocional definido por la actividad compartida. Incluso la sexualidad masculina se entiende con un patrón simple, automático e instintivo. Tampoco la paternidad masculina ha merecido suficiente atención en la sociedad.
En la carta apostólica ‘Patris corde’ (Corazón de padre), para el Año de San José celebrado en 2021, el papa Francisco nos sitúa ante el desafío de una cultura mucho más amplia, profunda y diversa de la paternidad. El hombre no está solo porque falte la mujer, sino porque falta gran parte de sí mismo. Sin las mujeres somos menos que hombres.