Editorial

Más diplomacia, menos armas

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El 13 de mayo, el Papa recibió en audiencia al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Era la primera vez que se veían las caras después de la invasión rusa. El encuentro se producía en el marco de una gira del mandatario para recabar apoyo institucional y armamentístico frente a la voracidad del ejército de Vladímir Putin. En paralelo, esta visita llegaba cuando trascendía la apuesta de la Santa Sede por una misión de paz para frenar una guerra que ya ha dejado tras de sí miles de muertos y más de ocho millones de refugiados.



En este contexto, el mero hecho de que Francisco y Zelenski se hayan sentado a conversar ya es una oportunidad. No solo porque visibiliza el esfuerzo del Pontífice y de toda la Iglesia para salir al rescate de la la martirizada Ucrania, con toda la ayuda humanitaria al alcance y, por supuesto, con la oración. A la par, esta cumbre permite vislumbrar una paz que, hoy por hoy, parece difusa.

Así se ha podido constatar tras la cita, puesto que el presidente ucraniano expuso públicamente que descarta cualquier mediación vaticana. Esta postura manifiesta que, por ahora, solo se aspira a derrotar a Rusia con una victoria en el frente, por lo que se reduce cualquier posibilidad de abrir un diálogo. Una reacción que se justifica por la brutalidad de un agresor que ha buscado anexionarse un territorio desde la aniquilación propia de una violencia extrema.

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Con el más que respetable derecho a la legítima defensa, que han respaldado el mundo occidental y la propia Santa Sede, más de un año después del inicio de la guerra, el conflicto corre el riesgo real, no solo de perpetuarse y necrosarse, sino de recrudecerse y globalizarse todavía más en una escalada imparable de violencia con consecuencias todavía más letales a las ya sufridas.

Alocuciones y gestos

Ante este escenario aciago, Francisco se ha comprometido desde un primer momento para frenar cualquier ofensiva, como demostró en su escapada a la Embajada de Rusia solo un día después de la invasión, y como ha evidenciado en cada una de sus alocuciones y gestos, desde vigilias hasta los víacrucis del Coliseo, pasando por su intervención para lograr un intercambio de prisioneros.

Ahora más que nunca es el tiempo de la diplomacia, desde esa imparcialidad activa, que no equidistancia, que siempre ha abanderado la Santa Sede y que ha permitido forjar procesos de reconciliación en situaciones tan extremas y enquistadas como la actual.

Lamentablemente, la comunidad internacional no parece estar volcando todos los esfuerzos en esta vía que pasa por apostar por la cultura para la paz, sin caer en discursos edulcorados, pero sí con la firme voluntad de encontrar una salida que vaya más allá del apocalipsis que trae consigo una guerra de este calibre con la que nadie sale ganando.

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