Cuando hace 20 años publiqué la primera edición de ‘El Evangelio de Monterrey’. La historia de Jesucristo Villarreal Rodríguez, supe de algunas críticas negativas al texto. Personas de buena voluntad calificaban como faltas de respeto el que situara a mi personaje en la central de autobuses -platicando con migrantes-, bebiendo una cerveza en una boda o aceptando en su comunidad a jóvenes homosexuales.
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Ahora que ha salido a la luz la tercera edición, no dudo en que también alguien se inconformará al leer que Jesucristo -el de mi libro- visita el lujoso espacio Arboleda, convive con un capo narcotraficante en su rancho y asiste a un partido de futbol en el Estadio Universitario.
Comprendo tal desasosiego. La sacralidad se confunde con la seriedad, y de ésta al rigor y al formalismo hay un pasito. Nos cuesta mucho trabajo descender desde las alturas de una supuesta espiritualidad, que nos invita más a apartarnos del mundo que a insertarnos en él. La literatura teológica, que no la teología dogmática, busca tropicalizar a Jesucristo, hacerlo más vecino, y eso es lo que pretendo con el texto… y me parece que tal atrevimiento lo respalda el Papa.
Y es que esta semana pasada, como es usual, la nota sobre Francisco de Roma fue su fiebre, que le impidió atender audiencias programadas. Los zopilotes sobrevuelan el Vaticano en espera de la noticia que tranquilice a los conservadores, y que les abra esperanzas de un próximo pontífice con otro perfil.
Sin embargo, más vivo que nunca, y reunido con los participantes en una conferencia organizada por La Civiltà Cattolica y la Universidad de Georgetown, invitó a poetas, escritores y guionistas no a explicar el misterio de Cristo -lo que sería propio de los teólogos- sino a “hacernos tocarlo, hacernos sentirlo inmediatamente cercano, entregárnoslo como realidad viva y hacernos captar la belleza de su promesa”.
En un desborde también poético, dijo que las miradas de los artistas están siempre abiertas en una doble dirección: “Son ojos que miran y sueñan”, y se lanzó contra la domesticación que quita creatividad, que somete a la innovación.
Bien por Bergoglio, que encarcelado en esos muros resistentes e inmutables, es capaz de abrir pequeñas rendijas, por donde pueden colarse las luces de la literatura y la poesía. Nos recuerda que esos artesanos de la palabra expresan de manera bellísima lo que nosotros también pensamos, pero no podemos articular.
Pro-vocación
Conocí a Víctor Codina en San José, Costa Rica, hacia fines de los 70’s del siglo pasado. Pasaba por ahí el jesuita español que era profesor en Bolivia. Por esas fechas repuntaba en México el movimiento de renovación carismática, que yo cuestionaba por sus excesos. No me gustó, entonces, escuchar del español-boliviano que el Espíritu Santo era el gran ausente de la teología latinoamericana. Hoy, más de 40 años después, y que el gran teólogo acaba de fallecer, comprendo y respaldo su intuición de aquellas épocas.