Con el COVID-19, aprendimos que una “pandemia” es una enfermedad extendida por todo el orbe. Si queda restringida a un ámbito determinado, entonces hablamos simplemente de “epidemia”. Viene esto a cuento de que un servidor de ustedes, que no ha estudiado ni el abc de la medicina, ha descubierto una enfermedad epidémica, circunscrita al área de las naciones de vieja cristiandad, léase España, Italia, Europa, el occidente cristiano tradicional…
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Como descubridor, me siento con derecho a ponerle nombre y, atendiendo a sus síntomas, la he definido como “depresión religiosa”. En mis visitas a los lugares antes citados, la he encontrado frecuentemente y cada vez con mayor claridad. Ataca preferentemente a obispos y sacerdotes, pero no perdona a religiosas ni tampoco a laicos conscientes de su vocación y de su responsabilidad eclesial.
Los síntomas de la enfermedad se manifiestan, sobre todo, en forma de interrogantes. Los afectados, ante el panorama que ofrece la Iglesia que ellos ven, suelen preguntarse: “¿Qué nos está pasando?, ¿por qué están así las cosas?, ¿adónde vamos?, ¿qué estamos haciendo mal?, ¿por qué a nosotros?, ¿cuánto va a durar esta crisis?, ¿por qué somos cada vez menos y más viejos?”. El conjunto de síntomas constituye un síndrome depresivo-angustioso descorazonador, que lleva a algunos a querer salir corriendo y gritar: “¡El último que apague la luz!”.
Hablando de esta nueva epidemia a un grupo de peregrinos franceses que vinieron a conocer la Iglesia que está en Marruecos, uno de ellos me cuestionó (era médico el tipo, después lo supe): “¿Y tiene usted algún remedio o medicamento para esta enfermedad?”.
Tratamiento
Estábamos cerca de Pentecostés, y creo que el Espíritu me inspiró. Sí, le contesté. Para los casos leves, basta con un cambio de aires (Iglesia en salida): viajar, como están haciendo ustedes. Dejar el foco infeccioso y aprovechar para conocer la realidad de las Iglesias jóvenes, de las Iglesias misioneras, de las Iglesias periféricas. Esto puede ser suficiente para descubrir que “no es un problema ser pocos; el problema sería ser sal que ha perdido el sabor del Evangelio o ser luz que no ilumina a nadie” (Francisco, en Rabat).
Para los casos graves, hay que atacar el virus con algunas dosis del pro-biótico (no antibiótico) llamado “Optimicina”.
En todos los casos, hace bien un refuerzo con Vitamina E, presentada como “Esperanforte” o “Evangelipuro” (en farmacias bíblico-litúrgicas).
¡Guerra a la epidemia!