Tribuna

Aquí, justo aquí: relaciones reales y concretas

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José Hierro, poeta cántabro fallecido en los inicios del presente siglo, lo dejó escrito de una forma inolvidable: “La poesía es el arte de sanar con palabras antiguas las heridas que nos duelen hoy”. Desde esta convicción nos acercamos a los textos bíblicos convencidos no solamente de la verdad de su poder balsámico, sino yendo aún más lejos: en palabras cargadas de siglos encontramos, cada vez que abriendo la Palabra esta nos abre el corazón, un camino que nos muestra el maravilloso e indescifrable misterio de la vida.



El tema de las relaciones humanas es para los habitantes de la Escritura tan importante como lo es en la actualidad para nosotros, de modo que podríamos recoger cada una de sus páginas cosiéndolas por el hilo de esta pregunta: ¿cómo vivir para vivir en relación?

De entre los muchos textos posibles, centramos nuestras atención en cuatro que se encuentran en el primer libro de la Biblia, ese que los griegos –y también nosotros, por causa suya– llamamos Génesis, y los hebreos siguen denominando, según reza la palabra que lo abre, ‘Bereshit’. Se trata de encontrar en ellos pistas que orienten nuestros caminos de fraternidad hoy.

Caín y Abel

El primer texto, Gn 4,1-17, pone delante de nosotros la historia del primer hombre, es decir, Caín. Sí, él es quien en verdad más se parece a nosotros, pues Caín conoce cuanto nosotros mismos conocemos. Es fruto de una relación vivida por dos personas en cuyo encuentro se labra su origen, conoce la gestación y el alumbramiento y, en un momento dado, ha de encarar sobre la superficie de la tierra la presencia de otro que, al igual que él, es hijo de unos padres y a quien ha de aprender a llamar hermano.

La tentación de Caín, la que durante los primeros versos de su historia tiene que afrontar, consiste en vivir en un mundo sin hermanos, es decir, sin los límites que a la propia vida suponen los rasgos únicos de la vida del otro. Ser sin hermano: esa es la máscara con la que Caín cubre su rostro.

Y todos conocemos cómo se desarrollan las cosas, al menos hasta el verso 16: incapaz de soportar la diferencia, Caín acaba con la vida de Abel, escucha la voz de Dios que le pregunta por la vida de su hermano y camina, expulsado del Edén, por la región de Nod, un mundo cuyos caminos no le llevarán a ningún lugar. En el verso 17, sin embargo, todo cambia. El que ha odiado se transforma el amante, el asesino engendra un hijo y funda una ciudad. Esa es, en el estrecho margen de un verso, la manera en que la Biblia le despoja de su máscara y deja ver la desnudez de rostro verdadero.

La torre de Babel

La segunda escena es la de Babel (Gn 11). Hay también aquí máscaras y rostros. La humanidad entera, después del diluvio y el episodio del arca, vive congregada en un mismo espacio: la llanura de Senir. Viviendo todos juntos y hablando la misma lengua, deciden elevar hacia el cielo una torre que les acerque a Dios y, en caso de que les llueva otro castigo, puedan refugiarse en ella. La máscara que, en este caso, impide la relación es doble: la uniformidad (todos juntos pensando y expresando lo mismo) y el camino vertical como modo de llegar a Dios y protegerse.

Y doble es también la desnudez que la acción divina impone. Por un lado, el edificio se queda a medio hacer y los que vivían en un mismo espacio son dispersados por la superficie de la tierra. Por otro lado, la lengua común da lugar a la multitud de lenguas, es decir, a la necesidad de aprender, con lentitud y delicadeza, la lengua de los otros para poder entenderse.

Abram: “Levántate y camina hacia el lugar que yo te mostraré”

El tercer cuadro lo protagoniza Abram. En Gn 12,1 escuchamos que el dios hebreo, cuya voz es hasta ahora desconocida para el habitante de Ur de Caldea, le dice: “Levántate y camina hacia el lugar que yo te mostraré”.

La maravilla de la lengua original revela aquí un secreto, pues lo que esa voz sin nombre dice al futuro patriarca es lo siguiente: “Camina hacia ti mismo”. Esa es, en ese mandato atemporal, la desnudez, que todo ser humano recibe como antídoto a la máscara de lo seguro, lo previsto, lo que uno mismo marca como rumbo de los propios pasos.

Jacob y el ángel

El último texto lo encontramos en Gn 32, en el célebre encuentro entre Jacob y el ángel. En este caso, la máscara que oculta la verdadera faz humana está en el deseo de Jacob que pronunciar el nombre impronunciable y retener, en sus manos de barro, la presencia de Dios.

La desnudez que Dios, que es quien se esconde en el cuerpo del ángel, le regala es su huida: su cercanía distante, la imposibilidad de apresarlo.

Mediante estos cuatro momentos del Génesis planteamos la posibilidad de descubrir también nosotros las máscaras que alejan nuestros rostros de la luz y, al mismo tiempo, la brasa viva con la que la Escritura alienta nuestra desnudez y nos lanza hacia el encuentro con nuestros hermanos.

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