Tribuna

Conquistar nuevas dimensiones

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La Palabra de Dios nos lleva por caminos siempre inesperados según vayamos sintiendo la presencia viva de Jesús en ella, según vayamos sumergiéndonos en un proceso espiritual sin temores y según vayamos actuando con ella para que nos permita el despliegue de sentido que nos brinda en cada momento.



El apóstol Pablo, en la 1 Carta a Timoteo, nos recuerda que hay que pelear el buen combate de la fe, conquistar la Vida eterna, a la que hemos sido llamados y en vista de la cual hicimos una magnífica profesión de fe, en presencia de numerosos testigos.

Una de las preguntas que surgen es ¿por qué nos habla de conquista respecto de nuestro camino hacia la Vida Eterna?

Acceder a la realidad tal cual está en suceso permanente –y acontece de variadas maneras y estilos dentro de nuestra Iglesia– es una tarea primordial para encarar nuestras reflexiones.

Lo eventual es efímero

En esta época que vivimos –donde todo está atravesado por el infantilismo adolescente del pídalo ya, el pare de sufrir, la calesita mental en tiempo de fórmula uno para decidir las relaciones y deshacerlas de la misma manera, la intolerancia a un audio o un video de no más de tres minutos– es poco probable que muchas personas se permitan hacer procesos. Hasta las recetas de cocina nos invitan a hacer tortas con pocos ingredientes y poco tiempo de cocción. Sabemos que un asado, una paella o una escudella requieren de un buen tiempo de preparación y de fuego.

Últimamente, vemos que crece la organización de eventos, sin dar cuenta de que justamente en la eventualidad vive lo efímero. Demasiada gente cree que con eso basta y enseguida cuenta la cantidad de personas que asistieron a tal o cual encuentro, como si de eso se tratara. No estamos experimentando verdaderos procesos de conversión, desde la maravillosa aventura que significa el encontrarnos personalmente con Jesús. Pareciera que las personas que dicen que lo han experimentado, se empeñaran en darlo a conocer desde la organización de un evento que muere en el mismo momento en que se llega a casa y se duerme el cansancio por lo sucedido.

La conversión como conquista

La verdadera poda, la poda del proceso de conversión, duele y mucho. Dice el apóstol Pablo que “la obra de cada uno aparecerá tal como es, porque el día del Juicio, que se revelará por medio del fuego, la pondrá de manifiesto; y el fuego probará la calidad de la obra de cada uno”. Nos cuesta menos mirarnos como barro moldeado. Pero es en el fuego donde se templa el hierro para ser forjado. Y a este proceso se le da la bienvenida con las puertas de nuestra casa interior abiertas de par en par. Sin excusas. Sin miedos.

Hierro Templado

Pareciera también que este tiempo pospandémico –donde van a parar todas las pelotas que tiramos afuera– nos viene alivianando las maneras de mirarnos y nos encuentra con altas dosis de edulcorantes y de recetas aprendidas de memoria. Obviamente, hacen agua en una realidad tan nueva paso a paso y tan compleja como apremiante. También sucede un inmovilismo paralizante que hace crecer las recetas de siempre para no tener la responsabilidad de cambiar nada.

En nuestra Iglesia, tenemos cientos de años de autoritarismos, clericalismos, machismos y grietas plasmadas en divisiones que afectan directamente al Evangelio de Jesús. Es hora de dejarnos interpelar.  Es tiempo de comenzar la conquista para que podamos hablar con veracidad y genuinamente de fraternidad, inclusión, diversidad y, en fin, lo que llamamos sinodalidad. Para ser, sencillamente, mejores personas; eso que a menudo le pedimos al prójimo. Y no se hace levantando el índice desde el ambón, ni desde dentro de las cuatro paredes hacia afuera. Empezar por casa, siempre va a ser lo distinto y también lo primero. La casa mía conmigo, la de mi familia, la de la comunidad.

La Iglesia hace agua en muchas cosas, en todo el mundo. Es hora de hacernos corresponsables, porque nosotros –todos y todas– tenemos que levantar nuevos templos empezando por un templo nuevo en el corazón. En el propio y en el centro de la Iglesia. Ese que Jeremías pidió a Jerusalén que se limpiara de toda maldad a fin de ser salvada. Y hoy nos pregunta: “¿Hasta cuándo se albergarán dentro de ti tus pensamientos culpables?”.

Y Oseas nos reclama que el “corazón está dividido, ahora tendrán que expiar: el mismo Señor destrozará sus altares, devastará sus piedras conmemorativas”.  ¿Cuáles son hoy nuestros altares? ¿Es el prójimo nuestro altar principal?  ¿Qué piedras conmemorativas estamos guardando? ¿Sólo miramos las fechas de los santos y santas para ponerlas en los muros líquidos de nuestras redes? ¿Qué vestiduras llevamos puestas? ¿Las que llevaban los reyes hace cientos de años o las de san Francisco?

La conversión no es una palabra para seguir diciendo. Nadie nos engañó. Nadie nos dijo que ser cristiano es tarea fácil. Es volver cada mañana al primer amor, poner en el centro a Jesús y dejar que su espíritu nos penetre en lo más hondo, hasta que las fibras del corazón estallen en el gozo de ser prójimo.

Como nos invita Aparecida y nos insiste Francisco en su magisterio, la conversión es personal, comunitaria, pastoral y de las estructuras.

Nuevas conquistas

Dicen los diccionarios que conquistar es “ganar, conseguir algo, generalmente con esfuerzo, habilidad o venciendo algunas dificultades”. Entonces, ¿cuáles son los sitios por conquistar desde adentro de mis cuatro paredes?

Conquistar terrenos interiores propios, conquistar una interioridad que tiene sed de Dios y pide a gritos que se le lustren los bordes de los agujeros para que pueda entrar la luz. Para ir a encender luces y no matar conciencias con el ninguneo, con el maltrato anticipado, con la violencia a flor de labios.

Conquistar ese espacio donde habita la soberbia que te permite mirar a otro con desprecio. Ese lugar oscuro donde tu riqueza es el poder que suponés que te ha sido otorgado. Conquistar la sabiduría de lo alto que te ofrece la posibilidad de no maltratar ni violentar a nadie.

Esto no se hace con palabras bonitas en ningún caso. Se hace atendiendo al otro, escuchando lo que te está diciendo, tratándolo con respeto, porque quizá, en una de esas, puede ser, es posible y hasta probable, que te esté haciendo una corrección fraterna o te esté enseñando algo.

Conquistar la Vida Eterna

Tampoco podemos ningunear la historia. Porque desde el Antiguo Testamento tenemos letra de sobra y con Jesús se consolida este tiempo que, en este momento, nos es regalado para seguir construyendo el Reino que empieza por casa, como la caridad bien entendida. No podemos atrevernos a ningunear la historia personal de nadie. Hay mucho saber, sensibles experiencias que no conocemos y certeras alegrías a encontrar en quienes ninguneamos.

El estado de las cosas nos invita a arremangarnos, a pasar por la fragua y a meter las patas en el barro y eso significa que no podemos permitirnos desconocer la historia de la humanidad, ni la historia de la salvación, ni la historia de la Iglesia.

Hacernos protagonistas dentro de estas tres historias –que son tres en una en cada persona y en su tiempo– es recibir la invitación a un trabajo a destajo por el Reino, que es Jesús, vivo y presente en la Palabra, en la Eucaristía y en cada persona.

Ir a la búsqueda de la conquista de nuevas dimensiones es pararnos en este momento de la historia que nos llama, no ya al deber ser, sino al entendimiento y la comprensión de las realidades que nos insisten en cambiar lo que haya que cambiar sin temores.

Conquistar la Vida Eterna es empezar a vivir para el bien total y absoluto de todos, sin excepción, sin acepción y sin condiciones, trabajando por el Reino.