El cuerpo eclesial de Madrid sufre una herida que lo divide desde hace décadas. Hace ahora 40 años, se decidió romper el modelo pastoral taranconiano de procesos vocacionales que había arraigado con gran fruto. Se eliminó la gran plataforma de ocho mil Agentes de Pastoral Juvenil (APJ), animada por el equipo de Ramón Urbieta, y se truncó el modelo conciliar de seminario que lideraba Juan Martín Velasco. Si hubieran continuado, hoy la Iglesia madrileña sería un árbol frondoso de comunidades vivas.
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Lo más doloroso es que no solamente se cambió un modelo, sino que se estigmatizó a sus impulsores y muchas comunidades formadas por APJ fueron sistemáticamente expulsadas de sus parroquias, cometiéndose escandalosos abusos de autoridad contra el Pueblo de Dios. Mucha gente abandonó la participación eclesial y sus hijos ya no conectaron. Unos cuarenta grupos todavía persisten precariamente.
En 1983 se optó por una pastoral que priorizó eventos papales masivos y la expansión de nuevos movimientos de carismas particulares. El resultado, tras cuatro décadas, es un mapa de comunidades parroquiales que está muy lejos de lo que podría y debería ser. Dos tercios de la Iglesia madrileña se sienten cristianos sin hogar, abandonados o alejados de espacios que tendrían que ser casa común para integrar y servir a todos. La sinodalidad es la gran llamada a que de nuevo seamos uno.
Abrir la casa
Carlos Osoro, el ‘cardenal de los encuentros’, ha hecho mucho por curar ese corazón eclesial herido, en el que el Espíritu no ha cesado de laborar. Es preciso abrir la casa, salir al reencuentro y reconciliar Madrid, así como rehabilitar la memoria de quienes tanto y tan bien sembraron en el campo de la fe, muy especialmente Urbieta y Martín Velasco, dos de los más importantes valores del legado cristiano madrileño del final del siglo XX, que deberían inspirarnos.