El centenario
Fue el 6 de agosto de 1923, fiesta de la Transfiguración del Señor. Aquel día el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) se encontraba en medio de una expedición científica en un rincón remoto de Mongolia, en el desierto de Ordos. Junto al jesuita Émile Licent estaba en una de sus primeras excavaciones científicas en China y en aquella fiesta de la que Chardin era muy devoto no contaban ni con pan ni vino para celebrar la Eucaristía. De esa experiencia surgirá uno de los textos que más resonancia ha encontrado al cabo del tiempo: “La Misa sobre el Mundo”.
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Teilhard de Chardin tenía 42 años cuando vivió esta experiencia. Era doctor en Ciencias Naturales, filósofo, místico y poeta, científico y pensador… En el mes de abril se embarcó en Marsella hacia China tras haber defendido el año anterior su tesis doctoral, como cuentan los estudiosos de este jesuita universal. Tras un tiempo con el jesuita Licent –un original sacerdote que había coleccionado un imponente muestrario de fósiles– en la ciudad costera china de Tientsin, en junio comenzaron una expedición hacia el desierto, en la frontera con Mongolia Interior. Sería la primera de muchas expediciones. Los principales intereses de Teilhard de Chardin estaban relacionados con la geología, la vegetación o los animales del entorno.
El antecedente
En este contexto se produce esta experiencia casi mística de la misa de la Transfiguración y el escrito que vendría posteriormente. Lo ha rescatado al detalle el jesuita Thomas M. King en su libro ‘La Misa de Teilhard. Una aproximación a “La Misa sobre el Mundo”’ (Sal Terrae, 2022). Una obra que cuenta con testimonios de familiares y amigos y que profundiza en la sensibilidad cósmica y su vinculación eucarística del jesuita.
Y es que como señalan los estudiosos, el texto de ‘La Misa sobre el Mundo’ refleja –y casi podríamos decir que hasta concentra– el pensamiento de Teilhard de Chardin en otros escritos, a la vez que se fue perfilando hasta llegar al escrito que ha corrido tanto de mano en mano. Al parecer un texto de 1918, escrito en el bosque francés de Laigue –es curioso esto, ya que basta ver dos imágenes de este macizo poblade de robles y compararlo con el desierto de Mongolia…– sobre el sacerdote es un antecedente muy directo. A la intensa reflexión sobre la identidad del sacerdote hay que completar todo lo relacionado con la presencia eucarística, en el sacramento y en el universo que aparecería en el texto que conocemos.
El texto
He aquí algunas de las frases que componen este texto:
La ofrenda. Ya que, una vez más, Señor, como en los bosques del Aisne, también en las estepas de Asia, no tengo ni pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos hasta la pura majestad de lo real, y te ofreceré, yo que soy tu sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo y la pena del mundo.
El fuego encima del mundo. ¡Haz, Dios mío, que estalle, forzado por la audacia de tu revelación, la timidez de unpensamiento pueril que no tiene arrestos para concebir nada más vasto ni más vivo en el mundo que la miserable perfección de nuestro organismo peruano! En el camino hacia una comprensión más atrevida del universo, los hijos delsiglo superan todos los días a los maestros de Israel. Tú, Señor Jesús, en quien todas las cosas encuentran su subsistencia,revélate al fin a quienes te aman como el alma superior y el foco físico de la creación. Nos va en ello nuestra vida ¿no lo ves tú así? Si yo no pudiera creer que tu presencia real anima, tiempla, enardece la más insignificante de las energías queme penetran o me rozan ligeramente ¿A caso, transido, hasta la médula de mi ser, no moriría de frío?
Consagración eucarística. Señor, acabas de entrar en el amanecer de este día, sin embargo, en los mismosacontecimientos que se avecinan y que todos experimentaremos ¡qué gran diversidad en la intensidad de tu presencia se notará! Exactamente en las mismas circunstancias que me van a implicar a mí y a mis hermanos, podrás estar ahí, un poco o mucho, cada vez más, o no estar en absoluto. Para que ningún veneno me haga daño hoy y ninguna muerte me venga a matar, para que ningún vino me embriague hoy, y para que te pueda descubrir y sentir en toda criatura, ¡Haz, Señor, que yo crea!
Comunión. Ojalá esta comunión del pan con Cristo revestido de los poderes que ensanchan el Mundo, me libere de mi timidez y de mi negligencia. Me arrojo, Dios mío, fiado en tu palabra, en el torbellino de luchas y energías; allí crecerá mi poder de captar y experimentar su Santa Presencia. A quien ame apasionadamente a Jesús oculto en las fuerzas que hacen crecer a la Tierra, la Tierra maternalmente lo tomará en sus brazos de gigante y le hará contemplar el rostro de Dios.
Oración. Y ahora, Jesús mío, que oculto tras las potencias del Mundo, llegaste a ser verdadera y físicamente todo para mí, todo alrededor mío, todo en mí; aunaré en una misma aspiración la embriaguez de lo que tengo y la sed de lo que me falta, y en las que se reconocerás de manera siempre más acertada, estoy ciertamente convencido de ello, al cristianismo demañana: “Señor, introdúceme en lo más profundo de las entrañas de tu corazón. Y una vez ahí, abrázame, purifícame, inflámame, sublímame hasta la más completa satisfacción de tus gustos y hasta la más completa aniquilación de mímismo”.
A tu Cuerpo, con todo lo que comprende, es decir al mundo transformado, por tu poder y por mi fe, en el crisol magnífico y vivo en el que todo desaparece para renacer –por todos los recursos que han hecho surgir en mí tu atracción creadora, por mi excesivamente limitada ciencia, por mis vinculaciones religiosas, por mi sacerdocio y (lo que para mí tiene más importancia) por el fondo de mi convicción humana– me entrego para vivir y para morir en tu servicio, Jesús.