Cruzar de un país a otro en América es una realidad muy diferente a la que se vive en Europa. Pasado “el charco”, las barreras para los vehículos, los trámites de aduana, las policías y las largas filas son una postal frecuente que nadie se puede saltar. Qué diferente es en el viejo continente, donde sólo un letrero o el GPS te avisa de que estás en otro estado y que el idioma o la moneda pueden variar.
El tema es que las divisiones y fronteras solo se perciben por las diferencias arquitectónicas, económicas o lingüísticas, pero la superficie no se percata del cambio ni de la propiedad de cada cual. Esta realidad, tan única como preciosa, no puede sino llevarnos a soñar una vez más en un mundo diverso, pero sin fronteras, guerras ni conflictos donde todos pudiésemos vivir en una verdadera fraternidad.
Detenernos en lo obvio un poco más
Soy consciente de que, para los europeos, lo que describo es natural, pero no así para uno que les visita y tiene el privilegio de recorrer cientos de kilómetros de bosques sin letreros de nacionalidad, infinitos potreros sembrados sin división ni cercos para cuidar, prados soñados de trigo que bailan al viento sin importar su propiedad, ríos que canturrean entre idiomas llenos de consonantes imposibles de pronunciar y un laberinto de caseríos y torres que van zigzagueando la geografía como una costurera profesional. Europa podría ser un solo reino con su maravillosa diversidad de culturas e historias que sumar.
Las diferencias no están en la naturaleza, sino en la humanidad. Como muestra el pavimento y su calidad. En los países ricos, corres como los dioses por su suavidad; en los más empobrecidos, las llagas del asfalto revelan su precariedad. Lo mismo ocurre con el mantenimiento de los edificios y el transporte en general. Todo es impecable y reluciente en los estados poderosos y una acuarela deslavada y con moho en los de la segunda mitad. Los autos y sus marcas revelan la diferencia de recursos y no dejan de impactar cómo, a tan pocos kilómetros de distancia, cambia el parque automotriz de modo brutal. En el fondo, se hace evidente que, donde hay humanos las relaciones, se “humanean” y es muy difícil que se dé en forma natural el compartir y la solidaridad.
La utopía actual
En 1989 se derribó el Muro de Berlín y, con él, fueron cayendo muchas de las divisiones físicas que dividían a Europa y al mundo en general. Sin embargo, persisten y se han fortalecido las fronteras ideológicas, racistas, religiosas, políticas, sociales, económicas y todas las que podamos imaginar. Hoy, la inmensa mayoría vela por lo suyo y la Torre de Babel está más vigente que nunca. A pesar de hablar los mismos idiomas, el anhelo de dominio, poder y dinero hace que pocos quieran dialogar y buscar puntos de encuentro.
La utopía vendrá entonces por derribar los muros del individualismo y la desconfianza que se ha instalado como dinámica relacional y comenzar una pequeña re-evolución amorista que emule la sabiduría de la naturaleza y nos haga danzar como el trigo de las praderas, sin importar nuestra procedencia o modo de pensar.
Cómo fortalecer la esperanza
Es tan grande la información y la evidencia de la división, el mal y la destrucción de la humanidad, los pueblos y el mismo planeta, que fácilmente uno se siente intimidado, insignificante, impotente y temeroso frente a una realidad que lo arrasa. Somos nadie en medio de todos, como los discípulos en el cenáculo. Sin embargo, como a ellos, también nos impulsa el Espíritu Santo y sabemos que es Dios quien conduce la historia y que el Reino que su hijo nos encargó está en proceso de construcción. Quizás no lo veamos con claridad, pero eso no significa que no está creciendo como las amapolas del borde del camino, los robles de las montañas o el maíz de los campos.
Si Europa es un bello ejemplo del Reino en su naturaleza, su responsabilidad es la paz, en especial en Ucrania, y la solidaridad entre sus diferentes naciones para que los matices de cada nación se suavicen y la diferencia entre ricos y pobres pase desapercibida. Detrás podremos ir los americanos, aprendiendo de su experiencia y los años de sabiduría.