Nunca agradeceré suficientemente el nombre que me impusieron en el bautismo. Siguiendo una ancestral ley no escrita, vigente en mi pueblo, el primer hijo varón debía llevar el nombre del abuelo paterno. Por eso yo me llamo Cristóbal, que significa, nada más y nada menos, que “portador de Cristo” (Cristóforo).
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La reforma litúrgica fruto del Concilio Vaticano II propició una limpieza en el santoral católico, dejando fuera de él a aquellos de quienes no consta la existencia histórica. Y el famoso san Cristóbal, patrono de los conductores y transportistas, fue uno de ellos. Seguimos celebrando su fiesta, pero en el calendario litúrgico no aparece. Lo que se cuenta de él es más leyenda que historia, pero –como dicen los italianos– se non è vero, è ben trovato (si no es verdad, está bien inventado).
Lo importante para mí es que en el nombre encuentro condensado un programa de vida: “Ser Cristóbal, ser portador de Cristo”. Llevarle, no tanto a cuestas para atravesar un río, sino dentro de mí, interiorizado, de manera que se transparente en mis palabras, pensamientos y acciones. Llevarlo sobre todo en el corazón, para que cada latido sea un impulso de su amor. Llevar a Cristo tan dentro y tan permanentemente que pueda decir como san Pablo: “Vivo, pero no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).
Y como el san Cristóbal de la leyenda quizás no existió, alguien tuvo que tomar sobre sus hombros la responsabilidad de que “Cristóbal” siga siendo el nombre de un santo cristiano.
Un párroco pacifista
Ya lo tenemos: san Cristóbal de Magallanes, un sacerdote mexicano, mártir de la paz, cuya fiesta se celebra el 21 de mayo. Mirad lo que decía este párroco pacifista en 1926 intentando frenar el estallido de la lucha cristera en su ciudad: “Respeten a las autoridades públicas ayudándoles a guardar el orden a que estén estrictamente obligados por el bien común… La religión ni se propagó ni se ha de conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra”.
Somos cristianos (=seguidores de Cristo); seamos también “cristóforos” (=portadores de Cristo). No te molestes en felicitarme el 10 de julio: reza una oración para que mi ser se corresponda con mi nombre.