El cuerpo de la Iglesia está atravesado desde sus inicios por casi todas las diferencias socialmente relevantes: políticas, de clase, sexuales, étnicas, nacionales, culturales, estéticas, de intereses, etc. La Iglesia carga en su interior con todas las diferencias y contradicciones de la sociedad, y su labor es reconciliarlas, en unos casos; en otros, que convivan pacífica y creativamente; y en otros, incluso celebrar la diversidad.
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Las actuales divisiones tienen principalmente tres fuentes. Por un lado, hay intentos minoritarios de manipulación política de la religión y también pequeñas élites que luchan por el poder institucional. Pero la tercera gran fuente que divide a la Iglesia es diferente, y la sinodalidad es el centro de la cuestión. Una parte importante de los cristianos siente que la concentración del gobierno de un modo muy vertical garantiza mejor la unidad de la Iglesia. Teme que las dinámicas más horizontales y populares acentúen divisiones, especialmente las políticas, dificulten la comunión, provoquen dinámicas de partidos en la Iglesia. Creen también que esas dinámicas nos hacen vulnerables a la voluntad de las mayorías.
Sinodalidad vecinal
La reforma sinodal busca precisamente intensificar la comunión con voluntad de reconciliar, dialogar y celebrar las diferencias y diversidades. Pero aquel temor es comprensible porque, en parte, es un camino contracultural en un mundo tan individualista y polarizado, que ha perdido tanto tejido comunitario. Debemos acoger y abrazar compasivamente esos temores y apreciar sabiamente su advertencia.
Somos vulnerables a esas diferencias que afectan a la Iglesia y a cada uno. Solo nos cambiará la experiencia de discernimiento y conversión espiritual, buscar juntos la voz del Espíritu. Necesitamos experiencias sinodales locales que conviertan nuestros corazones, nos devuelvan la confianza entre nosotros y volvamos a gustar el sabor del Pueblo de Dios, sinodalidad vecinal.