Tribuna

Llorar para hacer política

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¿Por qué se mete la gente en un partido político? ¿Cuáles son sus razones fundamentales?
Lógicamente las respuestas (confesables o no) son muchas y diversas.

De las que intuyo, algunas me resultan cuestionables o inválidas (para medrar económicamente; para imponer o perpetuar un sistema social, económico o de pensamiento; para adquirir poder; para conseguirse un medio de vida…), y otras, más valiosas y auténticas en función del sentido originario de la política (por ayudar a mejorar la sociedad; por vocación de servicio; por contribuir a la construcción del bien común…).



Sea como fuere, en medio de la opinión generalizada de que la política partidista es algo desagradable, el paso a la militancia requiere de unas motivaciones profundas y férreas. De lo contrario, tendrá los días contados, salvo que las que dominen sean algunas de esas razones “inconfesables” a las que aludía al principio.

Motivaciones varias

En ese sentido, en el tiempo que llevo participando más en política y, por lo tanto, conociendo personas de diferentes “colores” e ideologías, más de una vez me he preguntado qué será lo que mueve a esta o aquella persona a participar de la “movida” de un partido. Porque uno encuentra de todo. Desde gente que cree honestamente que su contribución a la sociedad es buena y necesaria y se desgasta admirablemente en ello… hasta personas que, por desgracia, te generan la sospecha de que “viven del cuento”, del “postureo”, o del ombliguismo más ruin y egoísta.

Obviamente, yo no soy ejemplo de nada; ni va este artículo de “defender” mi actividad política. Lo que quiero es poner sobre la mesa una motivación que me parece poderosísima, grandísima, admirable… y que garantiza la confiabilidad en el buen hacer de una persona política: estar en política por el dolor ajeno, por el sufrimiento de las personas que son víctimas de la desigualdad, la miseria, la violencia, la exclusión, la soledad, la injusticia… y tantas otras causas.

Un recorte provocador

Comparto con vosotros “un secretillo” que llevo conmigo hace años. Os cuento.

En el verano de 2006 se desató una cruenta guerra -¡cuál no es así!- entre Líbano e Israel. Unos meses después, llegó a mis manos un recorte de noticia -creo que de una revista religiosa, aunque no he conseguido confirmarlo por más que lo he buscado- con una imagen y este texto que la acompaña. La imagen reflejaba del rostro de una mujer anciana que, como rezaba el texto, había perdido en aquella confrontación a 23 familiares. Así. De pronto. Sin más. 23 familiares muertos que serían como 23 puñales mortales en su anciano corazón:

“Esta anciana libanesa perdió a 23 de sus familiares en la guerra entre Líbano e Israel cuando huían de los combates en un convoy. No puede ver ni hablar ni oír. ¡No puede! Se ha convertido en un mar de lágrimas que le inunda el alma y le rebosa por los ojos. Hay situaciones en las que la única palabra posible es el silencio. ¿Qué puede hacer esta buena mujer ante semejante tragedia? Ni siquiera advierte que un fotógrafo, Zohra Bensemra, dispara su cámara y deja para el recuerdo esa instantánea de una madre, cuyo dolor es más terrible que todas las muertes. Madre, esposa, abuela, hermana…, todas las fibras de su sensibilidad de mujer vibran al unísono. ¿Qué está haciendo esta pobre anciana inocente? ¿Clama a Dios -a Alá- con ese grito silencioso que sólo Dios mismo puede comprender?  Viene inevitablemente a la memoria el texto de Lamentaciones (1,12): “Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay un dolor semejante al mío”. Los efectos del odio se convierten a veces en guerra que destroza a las personas y a los pueblos. Sólo la destrucción del odio por amor será capaz de crear un mundo en el que la sonrisa ilumine el rostros de todos los hombres, de todos los hermanos”.

A mí la historia me dolió tanto, me conmovió tanto… que no quise que se me olvidará nunca. De hecho, tuve el recorte en mi mesa de trabajo durante varios años. Luego lo digitalicé y lo he compartido alguna que otra vez.

Pues esta noticia y muchas otras por el estilo (historias de personas víctimas de catástrofes, de personas migrantes, de personas sin hogar, de personas solas, de personas que viven en medio de la enfermedad, de personas víctimas de violencia sexual, de niños con infancias rotas, de familias cuyos padres no pueden dar a sus hijos el presente o el futuro que querrían, de personas maltratadas en sus entornos educativos, sociales o laborales, de personas desahuciadas, de personas víctimas de guerras, de personas que deciden terminar con su vida –  -, y un largo etcétera…) y las lágrimas que provocan, también están detrás de la vocación política de personas que he conocido. Y me pregunto si no es esta la mejor motivación que puede existir para hacer política, para lanzarse a este barro -tan a menudo sucio pero siempre abierto a la esperanza-, que es la construcción social desde lo político.

Conectar con el dolor

No sé si todo esto puede sonar “ñoño” o “políticamente incorrecto”. Pero yo, hoy, afirmo que los políticos deberíamos llorar más. No delante de las cámaras -que también, si nace de la sinceridad y no de estrategias, que de todo hay-, sino en la soledad de tu cuarto o tu despacho, o delante de un diario… o, mejor aún, tomando de la mano a una de las protagonistas de algunas de esas historias. Pero, en cualquier caso, llorar por el dolor de la gente, conectando con él. Y que esas lágrimas sean el mejor resorte para trabajar por un mundo más justo, humano y fraterno.

Así que, si estas líneas caen en manos de alguna persona que se sienta política, déjame que te pregunte -y que me pregunte a mi mismo-: y tú, ¿cuánto has llorado viendo el sufrimiento de la gente? Si me respondes que mucho… adelante. Llevas camino de ser un/a extraordinario/a político/a.

Pd: llevo queriendo escribir algo así desde hace tiempo, sobre todo desde que llegó a mí la noticia de que el papa Francisco no pudo evitar derramar lágrimas por el dolor de las víctimas de la guerra de Ucrania. Claro que Francisco no es miembro de ningún partido, aunque pocos pueden cuestionar la dimensión política de su magisterio. Como de toda la Doctrina Social de la Iglesia. En cualquier caso, no dudo de que sería un buen político, porque tampoco dudo de que debe de llorar mucho por los sufrimientos de la humanidad.


*Luis Antonio Rodríguez Huertas es afiliado M+J Granada