En agosto, “peregrinando” por distintos lugares castellanos de la España vaciada que remite a lo esencial y que facilita el silencio necesario (y a veces a la tristeza) para “llenarla” y “llenarme” desde mis pequeños pasos. Para huir del ruido. Recordando de nuevo aquello de Atahualpa Yupanqui: “Me largué para doctorarme en soledades y proseguir mi camino”. Es verdad.
“No se contradicen, soledad y comunicación humana. Sí la soledad es un orgulloso apartarse, por desdén o misoginia, puede cumplir uno de los dos términos de aquel santo que afirmaba que “la soledad crea ángeles o demonios”. En mi caso –por pura gracia–, más cerca del vuelo (brisas del atardecer) y más lejos del fuego (muchos grados termométricos). Porque si la soledad es para es nutrirse en el hondón del propio ser, para enriquecerse con su conocimiento y con el pensar tranquilo y orado, esa es la justa preparación para darse más y mejor. Pues eso.
Una capilla
De las distintas paradas una haciendo Ejercicios Espirituales en Salamanca. En la capilla del Encuentro (mejor espacio religioso de 2018 según La Asociación Faith & Form, de Washington y con respaldo vaticano, buscando la unión entre la arquitectura y la teología.) Inspirada en la Tienda del Éxodo (Ex 33, 7: «Moisés trasladó la Tienda y la plantó fuera del campamento, y la llamó Tienda del Encuentro. Si alguien quería consultar al Señor, salía del campamento e iba a la Tienda del Encuentro»). Esta Capilla del Encuentro en el Centro de Espiritualidad como lugar de silencio y oración para encontrarse con Dios según su impulsador Cristóbal Jiménez, SJ. Ya se sabe: Sentir y gustar.
Con los ecos migratorios siempre de fondo recordando el mandato de la acogida, “Ensancha el espacio de tu tienda” de Isaías 54,2. Imaginándome rodeado de migrantes en sus breves descansos. Con la luz diurna o la de la gran luna de aquellos días por la noche. La luz que se abre desde el interior del corazón o a través de una cortina envolvente de lamas entreabiertas en la capilla que tamiza la luz y que enmarca el sagrario en el centro, suavizándolo con luminosidad blanca y/o roja…
Hacia el encuentro
Frente a tanta avalancha de imágenes y estímulos –que en el verano son muchos más numerosos y constantes– me encuentro con el riesgo de la desnudez que yo allí buscaba. Un espacio vacío y limpio, cuyo elemento central es el Sagrario, como lugar privilegiado de la presencia de Dios que nos remite siempre al Cristo encarnado en los empobrecidos. Y si no, ¡pobres de nosotros!
Sentado en el suelo. Con otros. Intentando evitar distracciones y así a poner en contacto a las criaturas con su Creador.
El silencio no deja ajenos los dolores y gritos humanos, sino que es para el encuentro con los mismos, en el devenir y en la construcción de tu propio camino. Buscando la voluntad de Dios
Silencio que se llenaba de ecos de gritos de refugiados en tantas “tiendas” de tela o tejidas de noche y estrellas. Gritos desgarradores de tantos y tantos que por otras muchas y muy distintas razones no quieren oír otros ruidos que ensordecen y abruman. Buscan otro tipo de silencio: el de la ausencia de la guerra, de puertas que se cierran ante sus narices, del llanto de niños por calor o frio, del golpe que arroja al desierto…
La tormenta
Me invade un trueno de la tormenta veraniega. Me lleva a otros truenos. El de los que estallan en el cielo y su rugido embiste los oídos de quien no olvida el eco de las bombas, las balas, el hambre, la separación familiar… “Las mujeres se tiran al suelo cubren, asustadas, las cabezas de sus hijos la lluvia deforma el paisaje convirtiendo esta aldea en un campo de círculos mal dibujados. En tierra de azufre y sal no crece la hierba. La vida se detiene: no existe ni techo ni piel para tanto miedo”. Ni techo ni tienda.
Y donde sus rezos si los hay, topan necesariamente con un cielo despiadado, y que como dice Gerad M. Hopkins “fracasan, estallan en pedazos. Impuro y, tal parece, imperdonado”.
Y me pregunto: ¿Mis rezos? Yo lo pongo en interrogante cuando me aturde tanto llanto traído a mi encuentro:
“Difícilmente los puedo llamar orar.
Yo no puedo sacar mi corazón a flote.
Es incapaz de hallar salida hacia lo alto. (…)
Mi cielo es de bronce y de acero mi tierra.
Oh, sí, el acero está mezclado con mi arcilla. Así de amarga es mi indigencia y mi oración no logra eliminarla.
No hay lágrimas. No, no hay lágrimas que puedan ablandar este barro informe: ¡ si aún me quedaran lágrimas!
Esta es la verdad: Una continuada guerra de mis labios batallando con Dios, eso es ahora mi plegaria”
Aquí. Buscando encuentros. Como tantos. Cerca de la América caminante que busca dignidad, o de África a las puertas cerradas de Europa. Y que ni siquiera tiene las llaves de su propia vida. O chapoteando con los desamparados por los mares de Asia.
Yo aquí.
Pegado al suelo. Y agarrado al cielo encerrado en un sagrario.
Huyendo del ruido.
Pero con la soledad sonora, y provocadora, del Encuentro.