Francisco fue categórico: “Estoy satisfecho del resultado”. Esta fue su respuesta a la pregunta de un colega de la televisión mongola en la conferencia de prensa celebrada durante el vuelo de regreso a Roma desde Ulán Bator. “La idea de este viaje –añadió– surgió pensando en la pequeña comunidad católica y con el deseo de entrar en diálogo con la cultura de este pueblo”.
- PODCAST: La geopolítica de la caricia
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
“Esa es la inculturación del Evangelio y no una colonización religiosa”, reiteró. Comentando su visita de cuatro días a Mongolia, afirmó que el país “tiene una vocación interesante que favorece el diálogo entre Europa y Asia”. “Me permito llamarla ‘mística del tercer vecino’ entre dos grandes potencias, Rusia y China, y, gracias a su fuerte empeño en el diálogo, le permite tener buenas relaciones con ambas”, completó.
La peregrinación arrancó después de un viaje de nueve horas. Llegamos a la capital de Mongolia a las diez de la mañana del viernes 1 de septiembre (hora local), cuando eran las cuatro de la madrugada en Europa. Todos acusamos el golpe de las seis horas de diferencia horaria y el cansancio de una noche en el avión. El Papa fue recibido en el aeropuerto Gengis Kahn por la ministra de Asuntos Exteriores, Batmunkh Battsetseg, y, después de un ceremonial reducido al mínimo, Francisco recorrió los 50 kilómetros que le permitieron llegar a la sede de la prefectura apostólica, que ha sido su residencia estos días en ausencia de nunciatura.
El sábado 2 de septiembre, ya desde primeras horas de la mañana, se puso en marcha la acogida oficial al Papa en su calidad de Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano. La ceremonia se desarrolló en la Plaza Sükhbaatar, así llamada en honor del héroe revolucionario que declaró la independencia de Mongolia de China. Es una vasta superficie rodeada por el palacio presidencial y otros edificios gubernamentales, que fueron escenario de la revolución democrática de 1990.
Grupos de católicos chinos y filipinos
Antes de las nueve llegaron a la plaza el presidente de la República, Ukhnaa Khürelsükh, con sus ministros y otras altas autoridades civiles y militares. Un destacamento del ejército, con sus vistosos uniformes, rindió honores a Francisco cuando este hizo su entrada a bordo de un lujoso automóvil, muy diferente del Fiat 500 utilizado en viajes anteriores.
Interpretados los himnos nacionales y presentadas las delegaciones (la vaticana la componían los cardenales Parolin, Tagle, Koch y Ayuso, más el sustituto de la Secretaría de Estado, Edgar Peña, y el secretario para las Relaciones con los Estados, Paul Gallagher), el Papa y el presidente subieron hasta la base de la enorme estatua de Gengis Khan, desde donde saludaron a la pequeña multitud que se había congregado. En ella destacaban algunos grupos de católicos chinos y filipinos, a los que la policía intentó mantener distantes de los periodistas que acompañamos al Pontífice.
Tras un breve encuentro personal, Francisco y Khürelsükh se dirigieron a la sala Gran Mongol donde se habían congregado unos 700 exponentes de la sociedad civil. Abrió el intercambio de discursos el presidente, que para la ocasión vestía una tradicional túnica y que hizo un recorrido cronológico de las relaciones entre Mongolia y la Santa Sede. Estas se remontan al siglo XIII, con un intercambio de mensajes entre el papa Inocencio IV y el emperador mongol Guyug Kahn, nieto del mítico Gengis Kahn, y prosiguieron hasta consolidarse, después de la ruptura consumada durante los 70 años de dominio comunista, con el establecimiento, en 1992, de las relaciones diplomáticas.
Tierra fascinante
Francisco inició sus palabras calificando el país como “tierra fascinante, vasta y majestuosa”, y se presentó como “peregrino de la amistad, llegando de puntillas y con el corazón alegre, deseoso de enriquecerse humanamente con vuestra presencia”. Centró su primera alabanza en la sabiduría del pueblo mongol, manifestada en su voluntad de “no romper los delicados equilibrios del ecosistema”. Esa “ecología responsable representa una contribución válida al compromiso urgente e impostergable por la tutela del planeta Tierra”.
Un segundo punto destacado por Bergoglio fue la “determinación por detener la proliferación nuclear y presentarse al mundo como un país sin armas nucleares. Mongolia no es solo una nación democrática que lleva adelante una política exterior pacífica, sino que se propone realizar un papel importante para la paz mundial. Además, la pena capital ha desaparecido de vuestro ordenamiento judicial”.
Desarrollando estas ideas, expresó su deseo de que “sobre la tierra devastada por tantos conflictos se recreen también hoy, en el respeto de las leyes internacionales, las condiciones de aquello que en un tiempo fue la pax mongola, es decir la ausencia de conflictos. (…) Que pasen las nubes oscuras de la guerra, que se disipen por la firme voluntad de una fraternidad universal”.
Símbolo de libertad religiosa
En otro momento de su alocución, pronunciada en italiano, el Santo Padre consideró “hermoso que Mongolia sea un símbolo de libertad religiosa. (…) “Las religiones, cuando se inspiran en su patrimonio espiritual original y no son corrompidas por desviaciones sectarias, son a todos los efectos soportes fiables para la construcción de sociedades sanas y prósperas”. A la vez, elogió “la libertad de pensamiento y de religión, sancionada en vuestra actual Constitución, que ha superado sin derramamiento de sangre la ideología atea que se creía obligada a extirpar el sentimiento religioso, considerándolo un freno al desarrollo”.
En este contexto, solicitó en público al Gobierno que dé luz verde a “un acuerdo bilateral entre Mongolia y la Santa Sede” que permita “alcanzar las condiciones básicas para el desarrollo de las actividades ordinarias en las que está comprometida la Iglesia católica”. Entre ellas, además del culto, se encontrarían la educación, la sanidad, la asistencia, la investigación y la promoción cultural.
Finalizado el acto, el Papa prosiguió su programa político visitando al presidente del Gran Hural de Estado –el parlamento unicameral–, Gombojav Zandanshatar, y al joven (42 años) primer ministro, Luvsannamsrain Oyun-Erdene, que ocupa dicho cargo desde enero de 2021.
‘Madre del Cielo’
Cumplidas todas estas imposiciones protocolarias, el obispo de Roma reservó la tarde para un encuentro con la Iglesia local en la catedral de San Pedro y San Pablo, consagrada en agosto de 2003 por el entonces prefecto para la Evangelización de los Pueblos, el cardenal Crescenzo Sepe. La estructura del templo recuerda la de la típica ger, la tradicional vivienda de los nómadas mongoles, de forma circular y con sus paredes revestidas de fieltro para protegerse del frío.
La comunidad católica mongola es una de las más reducidas del mundo: un obispo, una veintena de sacerdotes, treinta y tres religiosas, otros tantos catequistas y seis seminaristas, que realizan sus estudios en Seúl. Entre todos ellos atienden a los –según las estadísticas oficiales– 1.394 fieles, distribuidos en ocho parroquias; esto es, el 0,04% de la población.
Antes de entrar en el templo, el Papa, en compañía del cardenal Giorgio Marengo –el purpurado más joven, único obispo y máximo responsable la Iglesia mongola– penetró en una pequeña ger donde le esperaba la señora Tsetsege, una diminuta anciana que hace diez años encontró en un vertedero una estatua de madera de la Virgen María. Hoy, la imagen, bautizada como la ‘Madre del Cielo’, está entronizada en la catedral y a ella consagró Mongolia el prefecto apostólico y misionero de la Consolata el 8 de diciembre de 2022. Una vez dentro, Francisco la recorrió en un carrito de golf para poder saludar y bendecir a los 500 fieles presentes.