Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Godland: elogio de su final


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Tras la crítica general que hice de la película Godland, hago un elogio de su final, lo cual requiere que desvele el desenlace de la película y por eso solo lo dejé señalado. Si no quieres conocer cómo termina, no sigas leyendo, claro.



El tramo final de Godland ―que se extiende entre 10 y 15 minutos― es una contemplación que invita tanto a la humildad como a la trascendencia.

Hlynur Pálmason establece de soslayo cinco planos en Godland (2022):

  • el geológico,
  • el nativo ―donde fusiona caballos e islandeses como fuerzas de la naturaleza que habitan la isla desde tiempos inmemoriales―,
  • el histórico-colonial ―Dinamarca se adueña de Islandia―,
  • el personal ―especialmente protagonizado por el pastor luterano Lucas―
  • y el fotográfico ―las instantáneas que toma laboriosamente el pastor y que como trampantojo inventa el director para iniciar el relato―.

Hay en Godland una cierta reminiscencia barroca ―pese a su esfuerzo por crear minimalismo y rusticidad― al querer mostrar todos los niveles de la tierra.

El cadáver de Lucas deviene bajo el paisaje con el paso de las estaciones sobre él, al igual que también, en otro lugar, su caballo ―asesinado por el islandés Ragnar― también se descompone y el cuerpo del propio Ragnar ―asesinado por el pastor― también se corrompe sobre las rocas de algún lugar de la costa. Si el enterramiento de nuestros muertos fue un signo de humanización, el abandono de los cadáveres lleva en la dirección contraria, hacia el mundo prehumano. Parece que la brutalidad de los humanos en ese Valle de Lágrimas que constituye la inclemente dureza del clima y volcanes islandeses, hace retroceder lo humano a tiempos previos al Edén, al tercer día de la Creación, un mundo de rocas, hielos y volcanes.

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La larga escena final nos hace ver sobre todo la descomposición del caballo, se desbarata su esqueleto y finalmente es habitado y cubierto por la vegetación. Pocos fotogramas nos muestran el mismo proceso con el cadáver del pastor y el de Ragnar no se ve ya después de su asesinato. Cuando vemos el cuerpo del pastor parece que está corriendo, huyendo, volando, con un gesto corporal en movimiento que quedó congelado. El hábito presbiterial está estampada como una capa al viento.

Carl, líder de la comunidad danesa local y padre de la amante del pastor, Anna, inicia ese tramo final con la cuchillada mortal al pastor, al que abandona en la tundra islandesa. Mientras lo mata, nos da la clave interpretativa inicial para la contemplación silenciosa que desencadena: el individuo es insignificante y todo lo que sabe y ha amado se perderá con su muerte. La mayor parte del tiempo, la cámara nos enseña el cadáver del pastor de lejos, apenas podemos distinguir dónde se halla. Es solo un ligero montículo que va perdiendo relieve. El paisaje y los cuerpos sufren las nieves, vendavales, reverdecimiento, lluvia, carroñeros y las inclemencias extremas de la isla. A lo lejos, como fondo de los despojos del pastor, yace un extenso glaciar, maestro de la lentitud de los milenios.

La belleza salvará al mundo

Ida, la niña de la película ―hija del asesino Carl y hermana de Anna, amante del pastor― parece para cerrar este capítulo final, cuando el cuerpo del clérigo ya está en avanzado estado de corrupción. Aparece para darnos un punto de fuga que trascienda el juicio nihilista de su padre. Lleva buscando un tiempo al pastor, con quien había comenzado a trabar amistad. Pálmason ha dibujado un personaje infantil que descarga la severidad de la película. A mitad de la película Ida juega sobre su caballo islandés adoptando distintas figuras para que Lucas la fotografíe. Es la única que motiva alguna sonrisa en el espectador y solo ella hace reír al pastor.

A ella le corresponde dar la vía de redención a la tragedia que ha desplegado el director. . «Tranquilo ―dice ante los restos mortales del presbítero―, te cubrirá la vegetación y britarán sobre ti flores preciosas». No son las palabras exactas, cito de memoria, pero son aproximadamente. Parece decirle que no solo le habitará la belleza sino que él dará lugar a ella, su muerte tiene el sentido sublime de dar vida al milagro de las flores cuya belleza le salvará. Tiene un eco de Dovstoievsi: la belleza salvará al mundo.

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El plano personal queda aniquilado por el histórico ―Carl considera que en esa colonia danesa sobran hombres y lo ajusticia para evitar el amor con su hija―.

El plano geológico y la nuda naturaleza, la Creación, se muestran más clementes que los hombres. Los nativos ―Ragnar se confiesa a corazón abierto ante el pastor―, asimilados a la naturaleza (también en el Viaje al centro de la Tierra de Verne, el islandés Hans representa al a pura naturaleza), son también más compasivos. El nivel histórico de colonialismo, rigorismo religioso y racismo, sin embargo, resulta aniquilador. La niña ―que se considera ya un ser mixto danés-islandés― es la que abre una vía de esperanza y, lejos de considerar Islandia como una criatura despiadada, considera a la Creación como un lugar de trascendencia por la vida y la belleza.

Como apunté en la crítica general previa, el quinto plano fotográfico podía haber sido la columna vertebral de esta película. Pese a que aparece una y otra vez el ejercicio de la fotografía, no vehicula la corriente interior de la película, sino que queda en un plano accidental. Podía haberse intercalado o conectado el plano del pastor muerto, el del cadáver del caballo ―que también parece que corre― e incluso el de Ragnak ―desaparecido de la pantalla― con la caja perdida y olvidada de fotografías. Todo en el marco, castigo y floración de la naturaleza salvaje de la asombrosa Islandia.

Fotografías eternas

Es fácil imaginar la caja de fotos en una cuadra, granero o sótano recibiendo polvo y tierra, soportando las inclemencias. Dentro de ella, las delicadas placas de cristal resisten pese a ser más quebradizas que los cuerpos del islandés, el pastor y su caballo. Pálmeson podía haber indicado, aunque fuera levemente, sin forzar la explicitación de los paralelismos, que muchas décadas después nada queda de los huesos de nadie a la intemperie, pero las fotografías permanecen vivas. Son fotos vivas de muertos, mientras que los desaparecidos son muertos (de vivos, quizás).

En último término, Pálmason plantea una contemplación de la muerte, comenzando con tonos trágicos con la insignificancia de la vida humana, pero llevándola finalmente a la perdurabilidad en las fotografías, en nuestra memoria, en las flores.