En distintas oportunidades, me he referido a la Madre Félix como apóstol de los detalles o, más recientemente, pedagoga del sufrimiento. Cuando meditamos con fundamento su vida, nos damos cuenta de la complejidad de su existencia.
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Vivió dificultades agudas tanto en lo personal, en lo social, como en el desarrollo de su misión de religiosa. Dificultades con la salud, con la salud de sus familiares, amigos y hermanas de congregación. La fundación y mantenimiento de la Compañía del Salvador y los colegios Mater Salvatoris; las dificultades dentro de la Iglesia, la llevaron a vivir, en muchas oportunidades, tribulaciones que harían temblar y derrumbar a cualquiera que no gozara de una confianza absoluta en el Señor.
¿A qué se aferraba la Madre? A Dios, a Jesucristo, al Madre Santísima, a la Iglesia, pero también a una máxima de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola que dice: “En tiempo de desolación no hacer mudanza”. La Madre Félix hizo de su vida un testimonio de aquello que cantó extasiada Santa Teresa de Jesús: “Dios no se muda”. Testimonio que ha sido un bálsamo para mí en los momentos más oscuros de mi existencia. Su mediación, en medio de la desolación, contribuyó, en gran medida, a que no me turbara nada, ni que nada me espantara, puesto que solo Dios basta, a su mayor gloria.
Los tormentos del espíritu
En sus escritos, que se han transformado para mí en bitácora para reencontrarme con la fe del Señor, he comprendido que, muy a pesar de que en nuestro tiempos, la reflexión moral emana, casi exclusivamente, de principios normativos que rigen nuestros contratos sociales, en la Madre Félix parece privar la idea, según la cual, la moralidad también está asociada a una dimensión intersubjetiva que se presupone, existe entre Dios y cada uno de los seres humanos.
El bien lo entiende como buen espíritu, como la presencia concreta y activa de Dios en cada persona, en cada ser humano. Sin embargo, en determinados momentos, se puede producir una ausencia de Dios, resultado del alejamiento del sujeto del Señor. Allí, en esa circunstancia, no queda claro que se trata de hacernos ver que nuestras fuerzas no bastan, que necesitamos la presencia divina.
Esta perspectiva la aprende la Madre Félix en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, por medio de los cuales se induce al sujeto a hacerse consciente de que una vida de paz espiritual solo es posible por la gracia de Dios. Estos estados, contrarios a Su presencia, conducen al hombre a recoger ansiedad, turbación, confusión, “caer en tentaciones”, conducirnos hasta la frontera, llamada trastorno por la Psicología, San Ignacio –y con él la Madre Félix– las denominan consecuencias del mal espíritu. Un mal espíritu, o mala consciencia, que conduce al alma a sentirse desolada, a la intemperie. Ella veía con preocupación los vientos recios y violentos, pero se aferró siempre a la roca firme y, muchas veces, desde un santo sentido del humor.
Sin cruz no hay gloria
Don Lope de Vega, maestro insigne del Siglo de Oro español, escribió que “sin cruz no hay gloria ninguna / ni con cruz eterno llanto, / santidad y cruz es una, / no hay cruz que no tenga santo, / ni santo sin cruz alguna”. Reconocer la propia cruz y cargarla sin temor, hasta de buena gana, y con mucho amor, implica una vida edificada en torno a la oración y al discernimiento. Una característica en la vida de la Madre Félix era que, tanto la oración como el discernimiento, tuvieron un lugar privilegiado en su cotidianidad. Lugar privilegiado constituido, además, a escondidas de todo el mundo, tan cómoda “con Nuestro Señor que no me daba cuenta de nada: ni de las campanadas ni del tiempo”. Oración y discernimiento centrados en la contemplación de la Pasión del Señor.
“En tiempos de desolación no hacer mudanza”, escribió San Ignacio, mismas palabras que la Madre me ha escrito en sueños. No se trata de huir, sino de contemplar la Pasión de Nuestro Señor para no tomar decisiones sobrecogidos por los trastornos. Contemplada como una manifestación, una experiencia de fe amorosa centrada en Cristo. La Madre Félix, con ello, al menos en mi caso, ayuda a comprender que debo poner ante nuestros ojos, con realismo, la crudeza de la exigencias que en determinadas ocasiones puede exigir el seguimiento; la crudeza de nuestra flaqueza corporal y de nuestras limitación de energías, pero, al confiar en su amor, nuestro sufrimiento se transforma en camino de redención, salvación y santificación, a mayor gloria de Dios. Paz y Bien
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela