La cita del evangelio de Mateo que encabeza estas páginas -“Entonces Jesús les dijo: ‘No tengáis miedo; id y anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea y allí me verán’” (Mt 28, 10)- me parece esclarecedora y programática para la hora que vivimos. Dos veces en el encuentro de Jesús resucitado con las mujeres que lo habían seguido hasta el sepulcro reciben la misión de anunciar a los discípulos que el Señor ha resucitado de entre los muertos y les precede a Galilea.
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¡Ha resucitado! Jesús está vivo, dejemos de buscarlo entre los recuerdos, dejemos de buscarlo entre los muertos del pasado, está vivo, está aquí, se hace el encontradizo. Jesús está vivo, pero a los discípulos, como sabemos, les cuesta reconocerlo, todos siguen atados a su propio dolor, a la desilusión por sus expectativas no realizadas. La alegría cristiana es una tristeza superada y solo hay una manera de superar el dolor: no amarlo, no apegarse a él.
A veces pareciera que tiene razón Nietzsche, a quien lo que él veía como falta de esa alegría pascual en los cristianos le llevó a invitarnos a buscarnos otro ‘redentor’: “Más y mejores canciones deberían cantar para hacerme creer en su redentor; más redimidos deberían parecerme los discípulos de este Salvador”, escribe en ‘Así habló Zaratustra’.
Volver a Galilea
El texto de Mateo nos presenta a las mujeres que huyen asustadas y alteradas del sepulcro y, en el camino de regreso, se topan con Jesús que les encomienda una tarea: deben convencer a los discípulos para que regresen a Galilea, donde le encontrarán. Y así sucede, solo que, como nos cuenta Lucas, al corazón obtuso y endurecido de los apóstoles le resultará difícil escuchar a estas mujeres (Lc 24, 13-35). En Galilea: allí, cerca del lago, todos fueron llamados, todo comenzó allí.
Ahora los apóstoles están invitados, en cierto modo, a volver a sus orígenes, a las fuentes, a redescubrir y releer su historia a la luz de la resurrección. También nosotros, como los discípulos, estamos invitados a volver a las fuentes, a los orígenes de nuestra fe y de nuestra vocación, a esa experiencia regeneradora y trastornadora que, primero, nos hizo encontrar al Maestro como Señor de nuestra vida y nos puso en camino detrás de Él. ¡Pero es necesario dejarnos encontrar por el Resucitado, es preciso no oponer la incredulidad a su luz, la tristeza a su gozo, la resignación a su novedad! El Señor está y nos espera en Galilea, en los orígenes de nuestra fe.
Nuevo camino común
Si la crucifixión y muerte de su Maestro les había llevado al desencanto y la dispersión, su resurrección y el encuentro con Él servirán para comprender que, en el futuro, solo Jesús constituye la esperanza de un nuevo camino común. Un Jesús, sin embargo, que ya no está físicamente con ellos, sino siempre delante de ellos. ¡Es hora de ir a Galilea! Ahí está nuestro pasado y nuestro futuro, nuestra memoria y nuestra profecía, nuestras raíces y nuestra fecundidad. La vida religiosa, por tanto, está llamada hoy por el Señor a ir a donde le encontramos por primera vez y donde Él nos espera para volver a partir como testigos transfigurados porque le han visto vivo y les ha enviado al mundo.
Quizás nunca antes como hoy la vida consagrada se ha sentido tan amenazada y “condenada a la extinción”, hasta el punto de que hay congregaciones e institutos que han decidido no solo no hacer ya ningún tipo de promoción vocacional más, sino también cerrar las puertas a quienes llaman pidiendo entrar. Según los responsables de estos institutos, no sería ni humano ni responsable admitir nuevos ‘reclutas’ de religiosos o religiosas destinados a administrar estructuras, atender a ancianos y quizás hacer algún servicio social o ministerial. ¿Qué futuro podemos ofrecerles?
Europa, una oportunidad
Es cierto que este es el escenario que refleja, sobre todo, el mundo occidental europeo, mientras que en otras partes del mundo, como en algunos países de Asia y África, la vida consagrada está experimentando un crecimiento y desarrollo inimaginables. Algunos dirían que se trata de una repetición de lo que también sucedió en Europa, cuando los países eran pobres, las familias numerosas y el ambiente religioso y netamente cristiano. Si este fuera el caso, el crecimiento actual fuera de Europa solo alimentaría pocas esperanzas de un renacimiento de la vida consagrada.
La situación actual de la vida consagrada en Europa no debe ser vivida en sentido, solamente o sobre todo, negativo; puede volverse, por el contrario, una oportunidad, un paso en el cual aquello que muere debe morir para dar lugar al nacimiento de algo nuevo. En nuestro caso, una vida consagrada a lo mejor más pobre y débil, menos visible, pero más profética y más centrada en lo esencial suyo, que es la gloria de Dios y no su propia supervivencia, que es representar a Dios y no defender sus propias obras; una vida consagrada menos clerical pero más evangélica, más “ligera” y cercana a la gente, más capaz de leer las necesidades de nuestro tiempo y de captar las preguntas que plantea, de ofrecer, con el testimonio de la vida gozosamente y libremente donada, respuestas gracias a un lenguaje que todos puedan comprender.
Momento de purificación
Reconocer la debilidad y fragilidad de la vida consagrada puede ser realmente una experiencia de gracia y de nuevo nacimiento de la fe: después de los “días de la omnipotencia” (los números, el poder, las fuerzas y las estructuras de los años 60, con los cuales frecuentemente, incluso sin darnos cuenta de ello, hacemos comparaciones) no vienen necesariamente los días de la impotencia y de la desaparición, sino los días del renacer más luminoso del poder de Dios que “abre caminos nuevos a su pueblo en el desierto” (Is 43, 19), porque –como dice san Pablo– “cuando soy débil, es entonces que soy fuerte” (2 Cor 12, 10). La crisis es un momento de purificación, de llamamiento a la conversión personal e institucional: nos está ayudando a reflexionar, a ir a lo esencial de nuestras vidas; y mirada así, es un tiempo colmado de esperanza.
Al mismo tiempo, podemos –debemos– aceptar la realidad y ser transparentes entre nosotros: los datos objetivos nos dicen que estamos envejeciendo y disminuyendo. Y estos hechos son historia de salvación. Los aspectos de la crisis cultural y moral que mayormente tocan también nuestro mundo pueden ser evidenciados de la forma siguiente: el intento de exiliar a Dios, de volverlo insignificante; la cultura individualista y el así llamado “derecho a pasarlo bien”; la dificultad o incapacidad que frecuentemente tienen los jóvenes para asumir compromisos definitivos; la fragmentación, el miedo a lo que es nuevo y desconocido…
Carismática y profética
Esencialmente, el problema de la vida consagrada es vivir la propia identidad carismática y “profética” volviendo a hacerla significativa, valorando como un don también la “minoría”, la pérdida de importancia social o de significatividad, la “invisibilidad”: en efecto, en la Europa de hoy somos poco conocidos, menos apreciados, no nos creen “necesarios”… pero no importa. Importa ser hasta el final lo que debemos ser en la Iglesia y en el mundo, importa ser como nos ve Dios y no como nos recibe el mundo: testigos del amor de Dios, una provocación evangélica a contracorriente con los valores de esta sociedad, una hermandad posible de los diversos, un testimonio creíble de una cultura alternativa a la cultura imperante de la indiferencia, una esperanza para los más pobres. (…)
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Índice del Pliego
TOCANDO TIERRA EN NUESTRA VIDA RELIGIOSA HOY
RECOLOCACIÓN DE LA VIDA RELIGIOSA EN LA EUROPA DE HOY
LÍNEAS DE ACCIÓN Y COMPROMISOS
UNA MIRADA DE ESPERANZA
¿QUÉ FUTURO NOS ESPERA?
MINORÍAS CREATIVAS
DESPERTAR AL MUNDO E ILUMINAR EL FUTURO
MEMORIA Y PROFECÍA