Casi todos, seguramente, conocemos ‘Recuérdame’, la canción de Carlos Rivera que ‘Coco’, la película de Disney, hizo famosa hace años. Es la petición de alguien que tiene que irse (“tengo que emigrar”, dice la letra) a quien más quiere (“me tengo que ir mi amor, recuérdame, te llevo en mi corazón”). En el contexto de la película se convierte en un breve himno, un deseo repetido de no ser olvidado por aquellos a quien queremos y nos quieren, sea cual sea el motivo de esa separación: desde un viaje hasta la muerte.
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Me viene esta canción en el Día Mundial del Alzheimer, “la epidemia del siglo XXI” según la OMS, que triplicará el número de casos en 2050. La investigación sigue avanzando pero seguimos sin conocer bien las causas, el tratamiento… apenas nada. Podemos mejorar la calidad de vida de quien la padece y de sus familiares e incluso tener hábitos saludables que colaboren a prevenir su aparición. Nada más. De hecho, sabemos que las primeras lesiones se originan 15 o 20 años antes de que se muestre algún síntoma.
Y pensaba en el frágil y precioso regalo que es la memoria en todas sus formas. La memoria corporal, la memoria cognitiva, la memoria vital… El Alzheimer y otros tipos de demencia afectan a la memoria cognitiva, pero sabemos que no pueden con la sensitiva-corporal, por ejemplo. Y me pregunto cuántas otras memorias que desconocemos siguen vivas y sanas cuando nuestra capacidad racional ya no puede recordar nombres, fechas o tareas simples que hemos hecho toda la vida, como peinarnos o abrocharnos el abrigo.
Deterioro cognitivo
En realidad, sabemos muy poco de casi todo. El ser humano sigue siendo un misterio, aunque el conocimiento humano siga avanzando imparable, por suerte. Me pregunto cómo de conscientes somos de cuánto la memoria nos constituye y nos da identidad a lo largo de la vida. Me pregunto cómo cuidamos la memoria los que aún no sufrimos ningún tipo grave de deterioro cognitivo. Me pregunto cómo de selectivos somos al recordar y al olvidar, cuánta voluntad ponemos para invisibilizar a alguien o para reconocerlo como es en nuestro día a día.
Recordar algo o a alguien se sostiene en complejos mecanismos neurológicos pero también emocionales, a veces inconscientes. Y yo añadiría que también se mueve la memoria por railes espirituales o de interioridad, como cada cual prefiera nombrarlo. Esos recuerdos que nos configuran y hablan de quiénes somos, del sentido de nuestra vida o de la falta de él, del horizonte que nos alienta o la tristeza que nos atenaza. Como cantaba Luz Casal, “miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos”, esos que en gran parte dependen de lo que hayamos elegido libre y decididamente que formen parte de nosotros.
Pedir a alguien que nos recuerde, que no se olvide de nosotros, es tanto como pedirle que no nos invisibilice, que no nos elimine (¡ay esos homicidios relacionales que tanto dañan!) y en algunos casos, incluso, que no nos deje de querer. Pero como canta Manuel Turizo: “eso no se pide, mejor le pido a Dios que me cuide”.
Y de paso, más allá de cómo otros decidan recordarme u olvidarme, estará bien cuidarme yo a mí misma, eligiendo qué y quién forma parte de mi memoria: la memoria cognitiva que posiblemente perderé en una próxima enfermedad, y también la emocional, la de la piel, la del agradecimiento, la del perdón, la del deseo, la del alma, la del espíritu. Todas las que me habitan.