Los protocolos de transición en las instituciones son peculiares. En México, por ejemplo, está iniciando el proceso que conducirá al cambio en la presidencia de la república. La novedad es que dos mujeres se disputan el próximo Poder Ejecutivo, pero las formas distan mucho de ser democráticas: la candidata oficialista ha sido impuesta por un ‘dedazo’ -así le llamamos acá- disfrazado, al más puro estilo del siglo pasado. El presidente que concluye nombra a su delfín, en este caso delfina.
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En nuestra Iglesia Católica no es tan simple. Es decir. El Papa saliente no designa a su reemplazo, y un cónclave compuesto por alrededor de 100 cardenales electores -al día de hoy, y con la incorporación de los 18 proclamados ayer, son 134- es el que lo elige. Lo que sí puede hacer el sucesor de Pedro, durante su gestión, es ir nombrando purpurados conforme al perfil que él desea, apostando así, se supone, por un relevo que apoye la continuidad.
Aunque el papa Francisco goza de una salud aceptable, y ha salido más o menos avante de las enfermedades que padece, es necesario recordar que en diciembre próximo cumplirá 87 años -Benedicto XVI renunció a los 86-, por lo que el final se acerca de manera inexorable, ya porque también dimita, ya porque no le alcance más la vida para continuar con las reformas que ha emprendido.
Resulta inevitable, entonces, pensar en su substituto, y el consistorio que se llevó a cabo ayer sábado levanta muchas especulaciones. Una de ellas se basa en la numeralia, que nos habla de una Iglesia cada vez más universal en su representación cardenalicia: hoy sólo cuatro de cada 10 cardenales electores son europeos, es decir, menos del 50%. Ese dato impulsaría la idea de que el próximo pontífice no sea del Viejo Continente.
Pero hay un número que nos coloca en la dirección del análisis sucesorio: el 72% de los actuales cardenales electores, es decir, menores de 80 años, ha sido fichado por Bergoglio. ¿Es seguro, entonces, que el siguiente conductor de la barca petrina lo haga por los mismos rumbos del argentino?
No. Para nadie son extrañas las críticas hacia el papa Francisco provenientes de muchos sectores eclesiásticos, y no sólo de la Curia Vaticana. Que los electores se hagan eco de esas molestias, a la hora del próximo cónclave, no sería extraño.
Entonces, lo que estará en juego es el modelo de Iglesia a impulsar, más allá de la persona elegida: los próximos votantes tendrán que optar por una de puertas abiertas y en salida, como la propuesta por Francisco de Roma, o por regresar a arquetipos del pasado, favorecedores del clericalismo que tanto daño nos ha hecho.
Así, más que especular sobre las posibilidades de los purpurados del perfil Bergoglio -Cobos de Madrid, Parolin de la Secretaría de Estado, su paisano Fernández, etc.- a los que se les puede aplicar la clásica premonición: “El Cardenal que entra como Papa al cónclave… sale Cardenal”, habría qué pensar en el paradigma de Iglesia que se quiere fortalecer en el futuro. Y ello no depende sólo del siguiente Papa, sino de todos nosotros.
Pro-vocación
Y este próximo miércoles, cuatro de octubre, será muy especial para la Iglesia Católica. Y no me refiero a la gran festividad litúrgica de ese día: Francisco de Asís, sino a dos acontecimientos de extrema importancia: la anunciada publicación de la segunda parte de la encíclica ‘Laudato si” -la ‘Laudato deum’-, y la primera parte de la Asamblea General del Sínodo sobre la Sinodalidad, que se ha venido trabajando desde el año pasado. Recordemos que la segunda se llevará a cabo en octubre del año próximo. Ojalá la nueva encíclica no sea sólo un documento más, y que esta asamblea sinodal no se constriña a un texto destinado a ocupar un lugar en los estantes de las pocas bibliotecas que todavía quedan.