Desde hace unas semanas, viene a mi cabeza una cierta preocupación sobre el horizonte pastoral en España, al menos en torno a ciertas dinámicas que se pueden colar en la próxima década. Una de ellas tiene que ver con el controvertido vínculo entre pastoral y alcohol en el trabajo con jóvenes. Una fórmula que empuja fuerte y que pasa por ir a buscar a los jóvenes allí donde están presentes, algo muy propio de todo aquel que quiere evangelizar con pasión -y que hace décadas se hacía a través de futbolines o excursiones a la montaña, dicho sea de paso-. Pero, por mucho que sea una estrategia tan actual como recurrente, no está de más darle una vuelta.
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Como bien habrá intuido el lector, me preocupa especialmente incluir la variable del alcohol en la ecuación pastoral. Está claro que este forma parte de nuestra sociedad, que somos mediterráneos, que somos católicos, que los jóvenes -y no tan jóvenes- se mueven en este ambiente -y lo hacen en sus casas- y hasta se trata en pasajes del Evangelio. No lo podemos soslayar, y no se puede caer en cierto puritanismo decretando una “ley seca” -al menos para los mayores de edad-.
Confusa y peligrosa
No obstante, es una variable demasiado abierta, confusa y peligrosa, que puede desembocar en problemas y adicciones si no se encauza muy bien -insisto, muy bien-. Y, quizás en el caso de nuestros jóvenes, no habrá muchos problemas de cirrosis entre ellos -que sí que los hay, por cierto-, pero sí puede haber algún que otro accidente de tráfico, peleas o problemas de índole sexual, y entonces nos echaremos las manos a la cabeza porque ya dejan de ser “cosas de adolescentes”.
A esto debemos añadir que los jóvenes -puedan o no votar- no acaban de tener la conciencia del todo formada y, sin querer, se puede dar por bueno algo para lo que no están preparados -aunque lo hagan en los bares, e incluso sus familias-. Y, de esta forma, bajo capa de bien, desde la misma Iglesia les podemos confundir innecesariamente al aceptar el consumo masivo de alcohol como propuesta de ocio válida y saludable. Por eso, la sana prudencia diría que, cuanto menos, mejor.
Un problema de fondo
Pero quizás hay un problema más de fondo, de esos que solo se ven a largo plazo. Confundir lo espiritual con lo espirituoso. No es lo mismo el subidón de un par de copas que una buena oración, una caña que tres gin tonics. No todo vale, no todo es consolación, no todo está al mismo nivel. Está claro que hay que crear espacios de socialización, pero me preocupa que esta tendencia asumida por diversos movimientos propicie inconscientemente -o se mire con ciertas dosis de complacencia- un consumo descontrolado de alcohol -lo que viene siendo el clásico botellón-, desvirtuando así la propia esencia de la pastoral y de las comunidades cristianas, pues el alcohol no puede ser el cemento que construya y una comunidades.
No es lo mismo santificar las distintas dimensiones de tu vida que hablar de Dios en ellas con el objetivo de blanquearlas. No todo vale, e insisto, no se puede poner todo al mismo nivel. A todos nos fascina aquella frase de “entrar con la suya y salir con la de Dios”, pero no vale pactar con el pecado, y unas copas que se van de mano no suelen acabar bien en la mayoría de los casos. Es el medio lo que está en juego y juventud no tiene por qué ser sinónimo de desfase.
Nota a tener en cuenta para el lector
En algunos colegios y parroquias, los campamentos terminaron hace años porque ciertos monitores se equivocaron con el dichoso alcohol y se desvirtuó la dimensión educativa y comunitaria en favor de un campamento más “cuartelario” que formativo, no lográndose adaptar así a los signos de los tiempos y a las exigencias de hoy. Un clásico, y si no, tiremos de hemeroteca.
Y aquí hay varias cuestiones fundamentales donde nos jugamos mucho: ¿debemos hacer que nuestros jóvenes se vuelvan abstemios? ¿Hay que eliminar cualquier vestigio de alcohol en las experiencias y volver a las pastas y a las chocolatadas en los bajos parroquiales -se entiende que en mayores de edad, por supuesto, con los menores tolerancia cero-? Creo que no va por ahí la cosa. La clave de todo pasa por no llevar a Dios a donde no le corresponde.
No es de Dios
“Encontrar a Dios en todas las cosas” y santificar la fiesta no es hablar en la discoteca de qué bueno es Dios y de lo maravillosa que es la fe con dos copas de más. Es algo más profundo, más serio y más sano. No digamos que algo es de Dios cuando sabemos que no es de Dios, pues en esos casos la alegría no proviene precisamente del Espíritu Santo. ¡No podemos utilizar el nombre de Dios en vano!
Y, por qué no, las preguntas podrían ser también otras de cara a afinar nuestra recta intención pastoral: ¿en la pastoral les ayudamos a la conversión hacia Dios en todas las dimensiones de la vida o sencillamente queremos legitimarles un cierto modo de vivir para que vengan a nosotros? Sabiendo que el buen hábito crea virtud -y, el mal hábito, vicio-, ¿qué hábitos favorecemos en nuestros jóvenes? ¿Qué primamos más: las emociones de un subidón entre amigos cristianos o el encuentro profundo con el Señor? ¿Usamos la ambigüedad que da el alcohol a nuestro favor para crear grupo o somos claros a la hora de separarlo de toda actividad pastoral? ¿En qué lugar queda la ascesis y la sobriedad cristiana? Al fin y al cabo, de la confusión de conceptos nace el abuso, no lo olvidemos.
Pequeños becerros de oro
Crear pequeños becerros de oro es más fácil y habitual de lo que parece. Si pactamos con el alcohol tan a la ligera, será un brindis para hoy y una resaca comunitaria para mañana -con bastante de superficialidad y una visión pobre y desvirtuada de la religión, dicho sea de paso-. Por muy normalizado que esté, el uso -y el abuso- del alcohol no suele ser nunca el tratamiento idóneo para las enfermedades del alma. Me pregunto qué pensaría el bueno de san Pablo de todo esto…