La biografía que sobre Joan Miró publicó Josép Massot en 2018 (Barcelona: Galaxia Gutenberg) bajo el título ‘El niño que hablaba con los árboles’, nos descubre una situación crucial para comprender gran parte de su obra: de niño sufrió un radical abandono. Miró cuenta cómo su madre le desasistió hasta tal grado que siendo bebé supo que fue dejado largo tiempo desnudo sobre una fría mesa sin que nadie le hiciera caso.
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Ese abandono se prolongó durante toda su infancia y se amplió a otros ámbitos. Cristalizó una separación en relación a sus padres que le marcó toda su vida. “Yo estaba muy solo. Nadie se ocupaba de mí… Sentí esa soledad de forma muy dolorosa y violenta”, confesó en una entrevista en 1977 (Massot, 2018: p.29). También en el colegio privado laico al que acudió sufrió una experiencia marginación y sintió, en palabras de esta biografía “angustia, asfixia e impotencia”.
Reconoce Miró que era “un pésimo estudiante” (Massot, 2018: p.38) y eso hacía que pasara sobre él la peor disciplina del colegio. Sentía que estaba llamado a una cosa bien distinta a la de casi todos sus compañeros, pero su sueño no tenía sitio entre ellos y menos todavía en el colegio. Tampoco en su casa. Incluso siendo anciano, su corazón arrastraba aún el dolor del rechazo de su madre y las burlas y minusvaloración de su padre.
Contigua al colegio al que tan triste asistió había una capilla dedicada a San Cristóbal y a Miró le impresionó la imagen de ese santo que cargaba sobre sus hombros con un niño —posteriormente sabría que era Jesús— para cruzar un turbulento río pese a que aquella criatura iba pesando cada vez más ya que asumía sobre él todos los pecados del mundo. Aquella iconografía de San Cristóbal catalizó su atención hasta el punto de que él mismo la reprodujo a su estilo y que durante toda su vida, hasta su muerte, colgó una imagen de San Cristóbal de las paredes de su taller. Quizás Miró sentía que siendo adulto cargaba con su infancia sobre sus hombros y que el peso de su traumática infancia se le iba haciendo progresivamente pesada, incluso cuando las aguas que atravesaba parecían dulces y pacíficas por su éxito.
Refugios de felicidad
Sin embargo, junto a ese abandono infantil, la propia infancia le proporcionó los refugios de felicidad, muy especialmente la vida rural en contacto con la naturaleza en las casas de sus abuelos en el campo catalán y Mallorca. La infancia, donde a veces caemos en calderas de abandono, abusos y dolor, también nos da fuentes de cura y profundo gozo, quizás mayor en su amor que el mal causado por el sufrimiento. Miró es ejemplo de saber mirar ambas cosas. Nos sorprende cómo la inocencia y fe de los niños son capaces de salvar o no manchar esas experiencias de dicha.
Para curar nuestras heridas de la infancia, cuando tanta compasión sentimos por ese niño que fuimos y sigue llorando indefenso en algún pasillo de nuestro interior, necesitamos la ayuda del niño feliz que también fuimos. Ese niño feliz también está en nuestro interior y es nuestro mejor defensor, quien mejor puede consolar al adulto que ahora somos. Tú quieres salvar al niño herido y sombrío, pero será la dicha solar de ese niño herido la que te salva a ti.
En Miró es claro: son sus creaciones rebosantes de infancia y primer amor las que le salvan de la angustia y la ira a lo largo de toda su vida. Una y otra vez Miró profundiza en su infancia primera para regresar al Edén donde pudo saborear el momento en que la belleza lo iluminaba todo y hacía que nunca dejara de ser mañana. La esperanza inclaudicable nos permite seguir diciendo, pese a las heridas, que hoy todavía es mañana. Mirar Miró es regresar al Edén donde todo se expresa casi solamente con los colores vírgenes de la niñez.