Con esta fiebre de poner días para todo, he descubierto que también hay un Día del Acueducto de Segovia, concretamente el 11 de octubre por ser el aniversario de su declaración como monumento histórico artístico nacional, allá por el siglo XIX. Poco después también la UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad, pero no voy a dedicar estas líneas a hacer publicidad segoviana (ni el Acueducto ni la ciudad lo necesitan). Sólo comparto mi asombro ante esta obra de ingeniería y, de paso, me apunto alguna que otra clave: pon un acueducto (‘aqua-ducere’, conductor de agua, literalmente) en tu vida.
Para quien no lo conozca, dice la crónica histórica que fue construido entre el siglo I y el II d.C., posiblemente siendo emperador Trajano, para llevar agua a la ciudad de Segovia desde la sierra. Nuestros amigos romanos levantaron 167 arcos de casi 30 metros de altura en dos filas superpuestas y unos cuantos kilómetros de cimiento con arcos soterrados. Más aún: lograron este prodigio de la ingeniería sin necesidad de cemento ni argamasa alguna para unir las 20.400 piedras que lo forman. En resumen: ¿No es asombrosa la lucidez de quienes ven claro lo que necesitan y son capaces de trazar los medios que lo hagan posible? ¿No es asombroso que no solo fueran capaces de canalizar el agua sino que lo hicieran salvaguardando la simplicidad y la belleza? Porque a veces, el utilitarismo y el sentido práctico para resolver problemas nos hace olvidar que todo, absolutamente todo, se puede hacer con belleza o sin ella, teniendo en cuenta el contexto o no, dedicando tiempo y fuerzas a lo in-útil, a la armonía, al esplendor, a la luz, al reto de sostener un edificio sin argamasa alguna.
Lucidez, sabiduría y valor
Porque agua necesitamos todos, ¿verdad? Con todos los nombres posibles para ese “agua”. Y no pocas veces nos queda lejos. Entonces, podemos rendirnos y morirnos de sed lentamente. O podemos construir algún que otro acueducto: localizar el manantial más cercano, calcular desniveles del terreno, buscar materiales necesarios y ponernos manos a la obra para beber y beber sin morir en el intento ni arrasar los aljibes más cercanos como si fueran de nuestra propiedad y derecho. Lucidez para saber que necesitamos agua, sabiduría para encontrar el manantial más cercano y valor para levantar arcos de piedra que nos permitan compartir la vida.
Si prefieres la versión segoviana (la de verdad, dicen por allí), entonces poner un acueducto en tu vida habla de empeños, mentiras, fragilidades, almas en venta y demonios. Cuentan que una muchacha de la tierra, harta de caminar kilómetros cada día como aguadora, propuso un pacto al Diablo: “si me haces llegar el agua hasta casa, te daré mi alma”. Hay que tener cuidado con las cosas que decimos porque siempre cabe la posibilidad de que nos tomen en serio, sobre todo si un personaje tal anda por medio. Y así fue. Viendo su determinación, la joven puso una condición: el pacto solo tendría validez si conseguía construirlo en una noche. Manos a la obra: todos los diablillos y demonios varios se pusieron a trabajar para levantar el acueducto y a medida que avanzaba la noche y subían los arcos, la segoviana más se intranquilizaba. Fue entonces cuando clamó al cielo y pidió ayuda a la Virgen de la Fuencisla, patrona de la ciudad (cuenta la leyenda): “¡No quiero perder mi alma!, pero tampoco quiero hacer perder esta oportunidad para la ciudad y sus aguadoras”. Y cuentan que el buen Dios, apurado por los ruegos de la segoviana y de la Fuencisla, casi como si de unas Bodas sin vino se tratara, obró el milagro: cuando solo quedaba una piedra por poner, el sol avanzó en su carrera e iluminó el amanecer. De esa manera, la joven segoviana conservó su alma, su identidad, su libertad…. Y la ciudad tuvo su acueducto.
Porque alma necesitamos todos, ¿verdad? Llamémoslo como se quiera: alma, identidad, libertad, yo, interioridad, … Eso que nos unifica por dentro y nos hace ser quien somos, más allá de lo inmediato y tangible. Eso que también se nos distrae a veces o se nos queda perdido en cualquier rincón oscuro. Eso que a veces también estamos dispuestos a vender, a hacer trueques vergonzantes porque nos pesa la vida, el camino o el esfuerzo por traer el agua que tanta falta nos hace. Poner un acueducto en tu vida es recordar, también, que venderse nunca es el camino. Y que si nos equivocamos (que lo haremos muchas veces), siempre será mejor pedir ayuda y reconocer la metedura de pata, sin renunciar a la vida y al agua compartida. Y si además lo hacemos bonito, ¿qué más se puede pedir?