Una y otra vez, buscamos razones para que el mal cabalgue por nuestra Tierra; y la historia nos da, una y otra vez, la dura lección de que hay algo en el mal que es persistente e irreductible. Las filosofías e ideologías han intentado eliminar la existencia del mal buscando reducirlo a error, ignorancia, enfermedad, locura, alienación, venganza, limitación o reacción frente al dolor, el miedo o el abandono. Todo ello influye en su forma y, muchas veces, es la explicación de nuestros comportamientos, pero el Mal existe en sí mismo.
La cultura popular ha explorado el mal en la figura del ‘Joker’, que no hace el mal como comedia macabra ni es una herramienta de rebelión. No hace el mal porque padezca una enfermedad mental, haya sufrido en la vida, por venganza, para enriquecerse ni como medio de expresión. Tampoco lo hace por motivos perversamente estéticos, como Hannibal Lecter. El mal del Joker es misterioso. Nuestro mundo se jokeriza: es un mal que desafía a la propia razón, mal sin causa, mal como afirmación. El Mal como nombre propio.
Efectivamente, mientras vivamos, existe en el mal un núcleo que es irreductible. Es la Herida mayor del ser humano, puede hacer y –de hecho– hace el mal, no puede eliminarlo de la ecuación de la vida. El Mal tiene nombre propio, es afirmación de sí mismo.
Presos de sus garras
Las guerras que nos espantan en Ucrania o Tierra Santa son una terrible contemplación del infierno y nos hacen conscientes de que el mal persiste en la historia. Si la civilización sigue sin poseer pacíficamente ese hecho, seguiremos siendo más presos de sus garras. Haber expulsado la conciencia de muerte, de mal y de vulnerabilidad de nuestro imaginario público tiene consecuencias estremecedoras. Hay que mirar al mal de frente. Eso nos prepara para resistir a su tentación y redescubrir la esperanza.