Relacionarse con uno mismo parece una contradicción en sí mismo, pero todos tenemos que plantearnos en algún momento lo que queremos en la vida, cuáles son nuestros objetivos vitales, cuáles nuestras prioridades y a qué aspiramos. Por ello, ante esa mirada autorreferente en la que nuestros propios objetivos son lo principal, Francisco nos recuerda que la manera cristiana de vivir no tiene que ver con el mirarse al ombligo, sino con vivir desde en el amor. Acoger el amor en nuestras vidas para que este sea el que nos guíe en todas nuestras acciones, en nuestro día a día.
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“La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor que es el ‘el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana’” (‘Fratelli tutti’ 92) y esto es así porque vivir desde el espíritu es seguir a un Dios que es amor, que se ha hecho hombre en Jesús para mostrarnos que el camino a seguir es amar sin medida. Todo ello ha sido sembrado por Dios en nuestro corazón por eso “las dificultades que parecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento”(FT 78). Escuchar aquello que está en nuestro interior, recuperar ese silencio que está tan alejado de nosotros, contemplar la maravilla de Dios en nosotros, nos permite esa vida desde el amor que tiene unas consecuencias tan claras en nuestro día a día y en nuestra manera de vivir.
Abandonar la autorreferencia
Debemos estar atentos a los sonidos inefables que pone el Espíritu en nuestro interior (Rom. 8, 26) y, cuando lo hacemos, sentimos ese apego a lo bueno del que habla Francisco en FT 112, esa “inclinación hacia todo lo que sea bueno y excelente”. Es un querer el bien de los demás, desear ponerse al servicio de los otros y dejar de poner lo nuestro por encima de todo. Dejamos la autorreferencia para ser personas volcadas en ofrecer lo que somos a quienes con nosotros viven. Personas preocupadas por el bien común que se sienten responsables del destino de toda la humanidad, personas dispuestas a “acoger el don del otro y ofrecerle algo verdadero” (FT 143)
Y esta apertura al otro la hacemos desde la consolidación de nuestro propio sustrato. No se trata de olvidarnos de nosotros mismos y descuidarnos, sino de ofrecer algo sustancioso y valioso para los demás. “No me encuentro con el otro si no poseo un sustrato donde estoy firme y arraigado” (FT 143). Por ello me formo, me cuido, intento fructificar, pero no de una manera estéril buscando solo mi propio solaz y autosatisfacción, sino de modo que mi crecimiento personal sea una verdadera oferta para los demás. La relación con el otro tendría que partir de una relación sana conmigo mismo, de una solidez en mi ser que es lo que puedo ofrecer a los otros de una manera gratuita y que es lo que me hace también don para el otro.