Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Lo que pesan los prejuicios


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Como cada año por estas fechas, la sociedad reflexiona sobre el sinhogarismo. Actualmente, estamos en plena transformación de las formas de superación y erradicación de este grave problema. Las soluciones ponen siempre atención en las víctimas del sinhogarismo, pero quizás deberíamos hacernos la pregunta al revés: ¿por qué la sociedad mantiene el prejuicio de que una persona sin hogar no puede o, incluso, no debe acceder a un hogar? Cuando leemos el pasaje de Lázaro y Epulón en el capítulo 16 del evangelio de Lucas, todos pensamos que el problema y  la solución están en Epulón. ¿Por qué no aplicar la misma lógica?



Si pensamos la respuesta a la pregunta, enseguida descartamos que la persona deshogarizada no esté en condiciones de habitar una vivienda convencional por factores como adicciones, salud mental o soledad, ya que estos caracterizan a muchos que tienen vivienda, y no se les quita ni  la pierden por ello. Tampoco es un motivo económico, porque ya se ha demostrado que el alojamiento colectivo es más caro y tiene mayores inconvenientes. ¿Cuál es la razón entonces?

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Quizás esa exposición pública a la más brutal indigencia causa desesperanza en quien lo ve, produce desbordamiento por los múltiples problemas que se acumulan contra la persona, genera una reacción en la que el que lo ve presta mayor atención al mal que a la resistencia de lo humano. Recuperar un hogar hace más responsable a la comunidad.

Insalvable

La abismal diferencia de vivir en la calle justifica que uno crea que es insalvable. También opera una inclinación al asistencialismo como modo de no transformar nuestras sociedades. Quizás pese también la influencia social de los grandes alojamientos, muy arraigados en el imaginario colectivo. Lo cierto es que lo que más pesa para que una persona sin hogar no se ponga en pie son nuestros prejuicios e intereses.

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