Tribuna

Buscando mis amores: espiritualidad para tiempos recios

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La expresión ‘tiempos recios’ la utilizó santa Teresa para calificar el ambiente inquisitorial del siglo XVI, de sospecha institucionalizada, de recelo a los círculos espirituales, sobre todo de mujeres (cf. V 33,5). Pero esa expresión puede aplicarse también a nuestro tiempo, por los cambios tan profundos que se han producido y que han llevado a algunos a hablar de la Europa actual como un continente pos-cristiano.



En realidad, se podría decir que todos los tiempos son recios, pues ya en el siglo I san Pablo advertía a los efesios: “Corren malos tiempos” (Ef 5,16); y Charles Dickens, a mediados del siglo XIX, hablaba también de “tiempos difíciles” (Hard Times). A quienes se quejaban de que los tiempos eran malos, san Agustín les decía: “Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; cuales somos nosotros, así son los tiempos”. Y la misma santa Teresa diría después a sus monjas que no culpen a los tiempos, “que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo” (F 4,5).

Lo que está en juego hoy es cómo pasar de una “fe implícita” en las verdades tenidas por reveladas y enseñadas por la Iglesia, a una “fe personalizada” por experiencia, pasar de “un cristianismo solo practicante”, como el que predominaba en la Iglesia antes del Concilio, y de “un cristianismo solo militante”, como el que adoptaron no pocas comunidades surgidas de él, a un cristianismo centrado en el ejercicio de la actitud teologal (hecha de fe, esperanza y caridad), en la experiencia de Dios y en el cambio radical de la vida que genera. De ahí la necesidad de volver a ese punto de partida, al Amor primero (cf. Ap 2,4) que ha sido derramado en el corazón de todos los hombres (cf. Rom 5,5), conocer por experiencia el amor que Dios nos tiene, caer en la cuenta de que el ser humano está “de divinidad tocado”, como dice san Juan de la Cruz, y que ese amor es lo más eminente, lo más valioso y lo único indispensable de la vida: “Tu amor vale más que la vida” (Sal 63,4).

Para ello se requieren unas actitudes o condiciones, la superación de formas inauténticas de vida. En primer lugar, aquellas que conducen al olvido de sí mismo: la tendencia a la superficialidad, la dispersión, el divertimiento, la actitud posesiva y de dominio. En segundo lugar, entrar dentro de sí, pero no para ensimismarse o aislarnos del mundo, sino para purificar el corazón hasta que refleje la Presencia que lo habita. Y en tercer lugar, salir de sí, pasar de una vida centrada en nosotros mismos a una vida descentrada como la de Jesús, con un corazón abierto a todos, literalmente traspasado.

Trascender es un término compuesto del prefijo ‘trans’ y del verbo ‘scandere’, que evoca un doble movimiento de travesía y ascensión, la imagen del vuelo tan propia del poeta místico, y que nos lleva a recordar el tópico literario de que el amor da alas a los enamorados y les hace volar. Esta actitud no es otra que la dimensión teologal, que es el único camino para el encuentro con Dios, porque, como dice Juan de la Cruz, “el alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino solo por la fe según el entendimiento, y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad” (2S 6,1).

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