“Algo se muere en el alma, cuando Castillo se va… Y va dejando una estela que no se puede borrar”. Esta mala parodia vale porque me sale de muy adentro. Y eso que últimamente me sentí distante de José María Castillo en alguna cosa: por ejemplo, cuando en su escrito sobre religión y Evangelio, sitúa a Pablo de Tarso del lado de la primera más que del segundo. A mí que soy ‘paulinófilo’, me sentó eso como a Vinicius cuando le llamaron “negro de m…” en Mestalla. E hice el propósito de escribir algo en contra; un propósito que se ha ido con él.
Creo que en la historia quedará más el primer Castillo, pues abrió de golpe y de par en par unas puertas enormes, cuando el catolicismo español estaba cerrado a cal y canto. Cito dos de sus primeros títulos que convendría volver a leer: ‘Donde no hay justicia no hay eucaristía’, al que ojalá hubiéramos hecho más caso. Y ‘La alternativa cristiana’, cuyo título ya refleja algo típico de Pepe: un pensamiento que intenta construirse muy en torno al Evangelio, en contraste con las mil florituras barrocas y estériles de nuestro catolicismo hispano. El título de ‘alternativa’ ya insinúa algo de eso.
Aparte de su pensamiento, estaba su persona. No conviví con él salvo cuando coincidíamos dando clases en la UCA de El Salvador. Allí era proverbial cómo gritaba en sus clases de sacramentos (publicadas como ‘Símbolos de libertad’, título que yo aproveché para completarlo en un pequeño cuaderno de Cristianismo y Justicia titulado ‘Símbolos de fraternidad’, vinculando así esa libertad y fraternidad que la Revolución francesa no supo mantener unidas).
Pues bien, tanto gritaba Pepe en sus clases que luego, en la comida, casi examinábamos de teología a la cocinera (la niña Amanda, si no recuerdo mal) por las cosas que nos decía haber oído en la cocina de la clase de Pepe. Aclaro que comedor y cocina estaban entonces en la planta bajo las aulas.
Teología popular
En años siguientes, cuando las circunstancias aconsejaron no comer ya en la UCA sino en Santa Tecla, recuerdo que yo iba al comedor pensando en la pregunta clásica del humorista Eugenio (entonces actual y que ahora vuelve a estar de moda): “¿Saben aquell?”… Porque Pepe casi siempre nos evocaba algún episodio, o práctica o texto de la piedad más populachera que él tanto procuró cristianizar con su teología popular. Como aquel viacrucis de un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme: “Le coronaron de espinas que casi lo dejan tuerto. Vaya unos”… y acababa rimando con “sus muertos”. Pero mejor no citarlo íntegro aquí.
Debajo de ese José María chillón y bromista, había un hombre tan humilde, tan hipersensible y abierto a los demás, que la menor observación la convertía en una desautorización global: recuerdo alguna vez, allí en El Salvador, que me había dado a leer algo para publicar y, ante alguna pequeña crítica, me decía: “Repetiré todo el artículo”. Y yo tenía que insistir: “No, Pepe, basta que cambies este punto concreto, pero no es necesario rehacer todo el texto”.
El aplauso de Francisco
Evoco este detalle porque quisiera terminar esta semblanza proclamando que a Pepe no se le debería haber hecho sufrir tanto. Había eclesiásticos que deseaban literalmente quitarlo de en medio. Y cuando uno compara los desplantes humorísticos de Castillo con las increíbles palabras de un cardenal como Viganò, no ya contra usos o detalles de la vida eclesiástica sino contra la persona misma del obispo de Roma, se queda perplejo al ver con qué medidas tan diferentes nos mide a veces la vida. Pero si evoco esto es para evocar también, agradecido, los elogios y el aplauso que Francisco le dedicó. Como si hubiese querido compensar las faltas de caridad (y de justicia) que otros habían cometido con él. Un gesto parecido al de León XIII cuando hizo cardenal a Newman.
Por eso, quisiera terminar completando la canción aludida al principio: “Quédate José María, no te vayas por favor, porque hasta la pluma mía llora cuando dice adiós”.