En plena conmemoración del IV Centenario del inicio del pontificado de Urbano VIII, que comprendió más de una década (1623-1644), es un buen momento para posar la mirada en un personaje histórico que reunió en sí mismo el eco de su tiempo.
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Y es que el florentino Maffeo Barberini (1568-1644) fue el arquetipo de eclesiástico curial en un contexto en el que, muchas veces, lo espiritual quedaba relegado en función del simple poder político. Así fue como, poco a poco, gracias a la influencia de su tío, que directamente le compró varios cargos, fue ascendiendo en la jerarquía eclesial hasta que, en 1604, fue nombrado por el papa Clemente VIII, nuncio en Francia, donde le tocó mediar en distintos asuntos ante el rey Enrique IV, el primer Borbón en ponerse la corona gala y autor de la histórica frase “París bien vale una misa”, tras abjurar del protestantismo y convertirse al catolicismo.
Un fiel espejo de su época
Así, si podemos considerar al que luego sería Urbano VIII como un fiel espejo de su época, en sus años parisinos ya estuvo más que patente esa división social entre católicos y hugonotes, teniendo todos aún en el recuerdo la llamada ‘Matanza de San Bartolomé’, por la que, en la noche del 24 de agosto de 1572, los principales representantes y muchos fieles de la confesión protestante fueron asesinados sin ningún tipo de control de las autoridades.
Nombrado a los pocos años cardenal y arzobispo de Spoleto por Pablo V, Barberini regresó a Italia. Al cabo del tiempo, llegaría a ser nombrado prefecto de la Signatura de Justicia. Tras la muerte en 1621 del Papa que había depositado toda su confianza en él con la birreta cardenalicia, su sucesor, Gregorio XV, apenas vivió dos años, por lo que en 1623 hubo un nuevo cónclave. En este, una vez confirmado el bloqueo mutuo entre los favorables a los intereses de España y los de Francia (en el siglo XVII, las presiones de las potencias europeas opacaban más que en nuestro tiempo los susurros del espíritu Santo), se optó por una solución de consenso y salió vestido de blanco quien pasó a la Historia como Urbano VIII.
Creó una dinastía
Como destaca el ‘Diccionario de los Papas y los Concilios’ (Ariel), coordinado por el catedrático Javier Paredes, desde el primer momento Barberini se entregó desaforadamente al nepotismo y nombró a varios familiares directos para los cargos más importantes. Así, su hermano Carlos fue designado capitán general de los ejércitos de la Iglesia. Su sobrino Francisco, con apenas 26 años, se convirtió en cardenal y gobernador de Tívoli. También recibió el capelo cardenalicio su hermano Antonio. Lo mismo que otro Antonio, este sobrino suyo, quien, además de purpurado, fue elegido como camarlengo y prefecto de la Signatura. Sin olvidarse de otro sobrino, al que nombró prefecto de Roma, gobernador del castillo de Sant’Angelo y príncipe de Palestrina.
Ejerciendo como un monarca absoluto al frente de los Estados Pontificios, quedando relegado al Colegio Cardenalicio a un mero ornamento, el Papa trató de ‘compensar’ esa falta de poder real con un cambio a en su tratamiento. Así, si hoy muchos llaman “eminencias” o “príncipes de la Iglesia” a los cardenales, se lo debe a Urbano VIII.
Contra los intereses de España
En lo político, aparte de aumentar en varias posesiones el territorio eclesial, cogiéndole de lleno la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), un conflicto de carácter continental que enfrentó a las potencias católicas y las protestantes, Urbano VIII siempre fue contrario a los intereses de la Monarquía española y tendió mucho más a la Francia de Richelieu, que, pese a ser cardenal de la Iglesia católica, no dudó en apoyarse en los protestantes y suecos frente a austriacos y españoles. El Papa esgrimió una supuesta neutralidad, pero favoreciendo siempre los intereses galos.
Pero, si por algo recordará especialmente la Historia a Urbano VIII es porque con él culminó el juicio al astrofísico Galileo Galilei, que apoyaba la visión de Copérnico, por la que la Tierra daba vueltas sobre el Sol y no al revés, como afirmaba (equivocadamente) la teología católica de la época. Iniciado el proceso en 1616 por Pablo V, bajo su pontificado fue cuando, en 1632, Galileo tuvo que ir a declarar en Roma ante el Santo Oficio.
“Y sin embargo se mueve”
Tras sufrir las mayores amenazas, el anciano científico fue obligado a reconocer falsa su teoría heliocéntrica (aunque dicen que susurró el legendario “y sin embargo se mueve”), que fue declarada “herética”, entrando el ‘De revolutionibus orbium coelestium’ en el Índice de Libros Prohibidos de la Inquisición. Significativamente, Barberini, que estuvo presente en el juicio, había sido previamente amigo personal de Galileo y le habría llegado a dedicar un poema.
A nivel material y artístico, ejerció de generoso mecenas y su rostro fue pintado por Caravaggio o Bernini. Así, su nombre también quedó grabado en la eternidad porque fue el Papa que consagró, en 1626, la nueva Basílica de San Pedro. Además, fue el que encargó al propio Bernini uno de sus mayores símbolos: el baldaquino que se levanta sobre el Altar de la Confesión. También le asignó al artista el Palacio Barberini, que mantiene su nombre, y fue el impulsor de la residencia de verano de los papas, en Castelgandolfo, obra de Carlos Maderno.
Beatificaciones y misiones
Igualmente, será recordado por llevar su afán centralizador a las causas de los santos, controlando que las beatificaciones de los elevados a los altares en cualquier parte del mundo pasaran por Roma.
Ese mismo empeño puso en la promoción de las misiones. Impulsada la Congregación De Propaganda Fide por su predecesor, Gregorio XV creó su sede en la Plaza España y creó un Seminario de Misiones. Pero, lejos de ir a él futuros misioneros que luego se dispersarían por el mundo, iba dirigido a que fueran a estudiar a su centro personas de diferentes latitudes para recibir luego la ordenación sacerdotal en Roma. Por ello, estamos sin duda ante uno de los papas más ‘romanizadores’, siendo uno de sus distintivos la centralización eclesial.
A su muerte, en 1644, cuenta la leyenda que al fin el pueblo de Roma pudo decir en voz alta lo que susurraba a escondidas a cuentas de su nepotismo desaforado: “Aquello que no han hecho los bárbaros, lo han hecho los Barberini”.