Tribuna

Alzad vuestras cabezas

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El pasado 6 de diciembre de 2021, publiqué en estas páginas un artículo con el mismo nombre: ‘Alzad Vuestras cabezas’. En ese artículo aludí a la noche de Navidad de diciembre de 1952, cuando el Papa Pío XII, emitió un hermoso mensaje radiofónico con el corazón puesto en los pobres y humildes del mundo.



Ese documento se llama ‘Levate Capita’, es decir, ‘Alzad vuestras cabezas’, inspirado en un pasaje del Evangelio de San Lucas. Hoy, dos años después, reitero aquellas palabras: alcemos nuestras cabezas. La Iglesia nos invita a hacerlo constantemente, ya que, “la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan”.

Alzad vuestras cabezas, ya que, como afirmó San Jerónimo, si somos pecadores, no desesperemos, pues estamos sometidos a la misericordia del Señor y ella equivale a la paz, paz que se besa con la justicia que, como sabemos, no implica crueldad o castigo, sino, efectivamente, misericordia.

 Alcemos nuestras cabezas

Alcemos nuestras cabezas, ya que, “si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha” (Sal. 34,7). Afligido como el paralítico del Evangelio que, al ser contemplado por el Señor, sus pecados le fueron perdonados. El pecado que causa esta parálisis es una cierta frialdad y apatía espiritual. Nos referimos a esa parálisis de los que se quedan estancados en el pecado. A ellos, a ustedes, a nosotros, el Evangelio y la Iglesia toda nos dicen: ‘Alzad vuestras cabezas’, no nos dejemos abatir por la espesura de la oscuridad, por la parálisis del pecado.

Todo lo contrario. En el caso que nos ocupa, recordar ese hermoso episodio al que nos expone el Sermón de la Montaña (Mt. 5, 1-12) nos conlleva a pensar en el sentido en el cual son señalados como bienaventurados los pobres y oprimidos. Boecio, por ejemplo, piensa que la bienaventuranza, es decir, la felicidad, es un estado que se hace perfecto en la medida en que armonizamos en nuestra vida todos los bienes.

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Santo Tomás de Aquino, por su parte, unifica el criterio antes expuesto agregándole una dimensión que busca, además, la vida futura. Kant piensa que es la consecuencia de la satisfacción de todas nuestras necesidades. Sin embargo, estas ideas el tiempo las fue disolviendo hasta el punto en que concebimos la felicidad hoy, no como expresión de una vida plena, sino el superficial encanto que supone la posibilidad de consumir todo lo que se pueda en el orden material. Por esta razón, se gesta una cultura que nos envuelve a todos, aquella según la cual la felicidad solo es posible si logramos acumular la mayor cantidad de riquezas sin importar las consecuencias que ello implique.

 Somos bienaventurados

Cuando Jesucristo habla de bienaventurados lo hace en el sentido en que lo aplicaban los griegos, es decir, la comprensión de la felicidad desde el ‘makarios’ que significa la dicha reservada únicamente para los dioses. Anselm Grün nos ayuda a entender esto cuando afirma que los dioses del Olimpo eran libres, no estaban subyugados al trabajo ni al agotamiento de vivir. “No necesitaban depender de nadie. Eran totalmente ellos mismos, vivían en perfecta armonía consigo mismos, independientes de los seres humanos y de poderes y fuerzas exteriores”.

Cuando Cristo nos señala como bienaventurados nos eleva, nos recuerda nuestra dignidad, nos pide que alcemos nuestras cabezas, pero no porque podamos alcanzar esa bienaventuranza, sino porque ya ella está en nosotros como expresión inequívoca de ser hijos de Dios. No se trata de un deseo acariciado por Cristo, tampoco es una promesa. No se trata de que los pobres merezcan la felicidad o de que algún día llegará a sus vidas. Se trata de una constatación llena de entusiasmo, no es una consecuencia, sino una expresión de nuestra conducta. Cristo solo arroja luz en medio de las oscuridades que una cultura del descarte ha sembrado en nuestros corazones. Luz que nos invita a ver el verdadero sentido de nuestra existencia.

Sigamos el ejemplo de San Francisco de Asís que no se conformó con abrazar y dar limosna. “Cuando vivía en el pecado, dice el pobre de Asís, me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo”. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela