Me gustaría saber qué piensa la gente cuando habla o escucha el término “encarnación”. Preparando el otro día una presentación sobre este tema, el programa Power Point me ofrecía una plantilla de diseño que llevaba en portada un magnífico solomillo de ternera.
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Este año he visto en grandes cadenas comerciales calendarios de Adviento (con este nombre) como meros repositorios de juguetes, sorpresas, etc. y nadie se plantea qué pinta la palabra “adviento” ahí. Por supuesto, celebramos la Navidad socialmente y competimos para ver quién tiene el árbol más grande, las luces más horteras o la estrella con más cola, pero percibo pocas señales de que se conozca el “contenido” original de la Navidad, propiamente. No hay mala voluntad. Simplemente, es otro idioma, un imaginario ajeno. Si esto es así con palabras más o menos integradas en las conversaciones, no quiero imaginar qué ocurre cuando desde ámbitos teológicos o pastorales hablamos de encarnación, hacerse carne, etc.
Pero hay algo más: el desconocimiento vital de quienes si creemos saber lo que significa la palabra. Muchos hablamos de encarnación, citamos frases preciosas de la tradición cristiana, ponemos el Belén, cantamos villancicos e incluso “adoramos” al Niño. Y, sin embargo, renegamos de lo que la vida nos va trayendo, chocamos contra nuestros propios errores o debilidades (que no es lo mismo), desconfiamos de cuanto contraríe nuestras expectativas, desvalorizamos nuestro cuerpo y nuestros supuestos dones, nos sentimos superiores o inferiores a quienes tenemos al lado, nos venimos abajo con frecuencia porque no vemos claro el futuro o se nos acaban los motivos para la esperanza en algunas relaciones, proyectos, deseos…
Encarnación
En fin, el listado podría continuar. Ansiamos lo que no somos ni tenemos. Culpamos a la vida, a Dios, al universo, de lo que según nuestros parámetros no debería ser así. Creemos que seríamos mejores personas y más felices si fuéramos más exitosas, guapos y guapas, listos e influencers. O lo que es lo mismo, aunque se vuelque en otro ámbito: más santos, más plenos, más justos, más perfectos… menos faliblemente humanos.
Y ahí está lo terrible: que también nosotros, los que creemos saber qué significa la palabra “encarnación” o la “carne”, no nos lo creemos. No creemos que Dios forma parte de lo caduco, lo frágil, lo temporal, lo sufriente… No nos lo creemos porque preferimos encontrarle en la luz y no en las sombras, en lo claro y preciso y no en lo confuso y relativo. Decimos “hágase tu voluntad” queriendo fiarnos de ella como si esa voluntad fuera ajena a lo que realmente ocurre, al natural funcionamiento de las cosas, el clima, los recuerdos, las necesidades, las propuestas…
Y he pensado proponer una nueva palabra: enrealidación. Para que no se nos olvide que no podemos creer en la bondad de la carne, tan querida por Dios que la asumió como propia y estar a la gresca con la realidad, con mi realidad, la única que hay. No hay otra. El Hijo de Dios se hizo realidad y habitó entre nosotros. Todo cuanto me aleje de ella, forzándola, negándola o queriendo controlarla a mi gusto, me separa también de Él.
Creo en la enrealidación pero querría creer más y mejor. Y esta Navidad quiero recordármelo y tatuármelo en mi propia carne, que es mi realidad. Así como soy. No como me gustaría ser. Como soy. Y amarla y cuidarla como digo que haría con el mismísimo niño Jesús. Carne de mi carne.
Feliz navidad. Feliz enrealidación.