La experiencia primigenia de Don Bosco en la ciudad de Turín en los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, se realiza con jóvenes salidos de las cárceles, chicos inmigrados del campo a la ciudad huyendo de la hambruna, muchachos explotados por patronos que encontraban en esos desarrapados mano de obra barata, carne de cañón de un sistema económico-social injusto y desigual que no ofrecía oportunidades a los más débiles. Eran los que el santo turinés llamaba “jóvenes abandonados y en peligro”. Don Bosco, junto a otros ‘santos de la caridad’ del XIX en Italia, fue un ‘disidente’ en el modelo clerical de su tiempo. La experiencia más genuina de su sistema educativo se concibió con los chicos de la calle, con los pobres, con los excluidos del sistema. Cuando su obra evolucionó y comenzó a extenderse por el mundo, nunca olvidó sus orígenes: la formación profesional, los artesanos, serían siempre su opción prioritaria y la educación de las clases populares la palanca para la transformación social.
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Experiencia de recuperación
Bien podemos decir, pues, que lo que Don Bosco llamó “sistema preventivo” (razón, religión y amor) madura históricamente en la experiencia educativa con jóvenes en situación de vulnerabilidad. Ahí, en el acompañamiento de los jóvenes que más difícil lo tienen para salir adelante, con muchachos especialmente necesitados de ser salvados de las tormentas que han dejado sus historias hechas jirones o a la deriva en no pocos casos, es donde el sistema preventivo se despliega con todas sus potencialidades.
Por eso Don Bosco, cuando reflexiona en la década de los años setenta sobre el sistema preventivo, hace dos ediciones de su propuesta, la segunda con el añadido: “El sistema preventivo en la educación de la juventud en peligro”. Estaba convencido de que sus casas eran terapéuticas para los chicos difíciles, en riesgo, en situación de desventaja. Hoy constatamos, en la primera línea de la vanguardia educativa en todas partes del mundo, que el sistema preventivo hace de una casa salesiana un laboratorio de experiencias significativas en las que, de modo particular los muchachos mas necesitados, encuentran el ambiente adecuado para crecer y madurar; para dejar atrás otras historias que les han dañado; para recuperar la confianza y salir adelante con el acompañamiento de un adulto que les ha comprendido, no los juzga y los quiere, que coge su paso y camina a su lado proponiendo senderos nuevos para alcanzar autonomía y dignidad. Tenemos hoy numerosas experiencias de “recuperación” de chicos vomitados por el sistema educativo que han encontrado en la casa salesiana el último puerto, una segunda oportunidad, una tabla de salvación.
Acompañamiento social
Juan Bosco fue un pionero del acompañamiento social. Pero fue, sobre todo, un santo. Le hablaba a sus chicos de cuánto los amaba Dios. Estaba convencido de que sus jóvenes eran mejores cuando abrían su corazón a la experiencia religiosa. Por su parte, los muchachos reconocían en aquel cura acogedor y bondadoso que se preocupaba por ellos, una expresión de la Providencia.
Don Bosco es hijo de una época y contemporáneamente transformador y renovador de un tiempo y un contexto que quizás hoy no se entenderían de igual modo sin su aportación educativa, religiosa y social. A nadie se le escapa que su proyecto, ensanchado geográficamente hasta el punto más austral del continente americano, tiene la dimensión de las grandes obras que solo los grandes hombres pueden acometer. A la persona, al educador, al fundador, lo forjó una época; pero se puede afirmar igualmente que un tiempo nuevo se alumbró con su proyecto.
No escapó la gigantesca dimensión del personaje a muchos de sus contemporáneos. De entre ellos, cabe destacar al cardenal Marcelo Spinola y Mestre (Marcelo Spinola y Mestre (1835-1906) fue obispo auxiliar de Sevilla (1881) de Coria-Cáceres (1884) y de Málaga (1886); fue nombrado arzobispo de Sevilla (1896) y creado cardenal en 1905), que escribió la primera biografía de Don Bosco en lengua castellana en 1884. Las palabras del entonces obispo auxiliar de Sevilla, cuando todavía vivía Don Bosco y referidas a su viaje a París (1883), nos contextualizan mejor que ninguna otra la proyección de su figura más allá de las fronteras italianas cuando ya el siglo declinaba:
Allá por el mes de abril de 1883, llegaba a París un hombre entrado en años y al parecer flaco de fuerzas, pero de agradable rostro y sencillos aunque nobles modales, el cual viajaba modestamente, sin tren ni aparato alguno (…) El pueblo, la aristocracia, el clero, todas las clases de la sociedad, en una palabra, esmerábanse a porfía en dar muestras de estima al huésped que albergaba dentro de sus muros la ciudad del Sena; y así en los círculos más altos como en los más bajos se hablaba de él. ¿Quién era ese personaje que de esta suerte excitaba la pública atención en un pueblo de la calidad de la de París, habituado al espectáculo de todo linaje de grandezas, y que por lo mismo ante ninguna se detiene para pagarle tributo de respeto o admiración? (…) El hombre que atraía todas las miradas de las gentes, y servía de tema a todas las conversaciones, no era el zar de Rusia o el emperador Guillermo de Alemania, el conde de Bismark o el príncipe de Gortschacoff, un embajador de China o un cacique de las islas de la Oceanía… Era un varón humildísimo, un pobre sacerdote católico, sin posición en la Iglesia, sin fortuna y sin poder: era el presbítero italiano Don Juan Bosco.
Definitivamente Don Bosco, el pobre campesino de I Becchi, un hombre adelantado a su tiempo en lo social, un hombre de Iglesia, se había hecho universal. Su obra, perdurando en el tiempo, estaba llamada a extenderse por el mundo entero.