A veces me gusta leer diccionarios etimológicos o, al menos, conocer el origen de las palabras. Como en casi todo, conocer los orígenes nos devuelve a lo importante, a la primera intuición de las cosas, a la raíz. También ocurre con las palabras, aunque con frecuencia, no podamos afirmar con seguridad de dónde provienen.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: El motor eclesial viene del sur
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
El otro día me encontré con una curiosa etimología de la palabra “celebración”. Como era de esperar, remitía al latín “celebratio”, como la “acción y efecto de organizar o participar en un acto solemne o una fiesta”. Hasta ahí, ninguna sorpresa. Lo curioso fue que también remitía a celeber, definido como “frecuentado, concurrido” y antónimo de desertus. Es decir, que celebrar aludiría a la abundancia de algo frente a la carencia de lo abandonado o desértico. Si esto es así, solo en un segundo momento la palabra celebrar asumió el significado de festejo que solemos utilizar hoy.
La capacidad de celebrar es uno de los rasgos que nos atraen de las personas y que, además, suele ser un signo de salud y armonía. Porque quien tiene dificultad para celebrar suele ser por incapacidad para encontrar motivos, para detectar aquellas abundancias que nos sacan de nuestros particulares desiertos.
Contagiar alegría
Además, creo que la tendencia celebrativa y su contrario es contagiosa. Cuando estamos en contextos donde no se suele celebrar casi nada, acabamos dando por hecho que la vida es lo que es, que no hay por qué agradecer ni celebrar lo cotidiano y que detrás de cualquier festejo o invitación celebrativa se esconde una intención oculta, una mediocridad cualquiera o al menos cierta superficialidad facilona. Otras veces, quizá nos resistimos a celebrar por temor a perder ese bien que intuimos, por miedo a precipitarnos y darnos de bruces con una nueva decepción.
Por el contrario, cuando nos rodeamos de personas celebrativas, desarrollamos la capacidad para detectar esas pequeñas “abundancias” que a veces la vida nos regala y agradecerlas, alegrarnos por ellas y desear compartirlas. Una buena celebración amplía el bien y el efecto gozoso que nos produce. Una buena celebración genera lazos y refresca los vínculos con aquellos que se alegran con nuestra alegría, sin necesidad de que sean grandes cosas.
Y, sobre todo, si atendemos a esa curiosa etimología, celebrar nos saca de los desiertos y carencias en los que también caemos de vez en cuando. Celebrar nos rescata, nos ayuda a enfocar o a ampliar la mirada. Pocas veces nos encontramos en un momento en que cualquiera de nosotros no pueda nombrar alguna dolorosa carencia en su vida. Sin embargo, todo desierto se rodea, a mayor o menor distancia, de algún que otro vergel, o al menos alguna dehesa clara. Será cuestión de tiempo, de confianza o simplemente de ensanchar el foco. Algo similar al contraste que supone encender una pequeña llama en medio de la oscuridad: no elimina la noche pero abre grietas en ella, como en la fiesta de las candelas al iniciar febrero o en cualquiera de las celebraciones de la luz que aparecen en todas las tradiciones.
Lo dicho: ¿recuperamos la capacidad para celebrar y celebrar bien, en lo grande y en lo pequeño? ¿elegimos pequeñas abundancias aunque se rodeen de verdaderas carencias? Los desiertos nunca son para quedarse.