Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Por quién merece amor


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“Irás por la vida gritando: ¡soy impuro, impuro, impuro! Y mientras dura lo que te afecta, seguirás impuro y vivirás solo” (Lv 13,46).

El texto es de una dureza estremecedora. Ponte en situación. Imagínate a ti mismo teniendo que gritar por la vida esto mismo un día tras otro. Imagínalo porque, aunque no sea la lepra, como es el caso que indica el versículo bíblico, a buen seguro que alguna enfermedad tienes. Quizá algún mal físico o neurológico; o un trastorno del ánimo (algo más triste o ansioso que la media habitual); o un mal relacional de esos que te estigmatizan e impiden una vida social sana y saludable; o quizá se trate de alguna enfermedad espiritual como la gula, la envidia o la soberbia.



Si todavía sigues pensando que nada en ti está enfermo, entonces pregunta a las personas que viven contigo cerca y te quieren. Escúchalas. Porque enfermedades tenemos todos, como dice el papa Francisco en su mensaje para la Jornada del Enfermo de este año. Todo lo que nos impide vivir firmes nos enferma (in-firmus). Y a la vez, toda enfermedad nos hace experimentar una verdad que cuando las cosas parecen sonreírnos, se nos olvida: somos vulnerables, somos frágiles, no somos omnipotentes ni eternos. Vivimos y vamos a morir. Y eso no nos gusta: ya sea por avance de la edad, la merma de las capacidades naturales, o por un accidente o enfermedad que nos rompe de improvisto, o por una tristeza honda que nos encoge el alma y nos impide levantarnos con ganas de la cama.

Faltos de salud

Reconocernos así, faltos de salud en algún sentido, puede ayudarnos a buscar remedio, a pedir ayuda, a buscar la salud. En muchos casos con los profesionales adecuados pero, además, en todos, reconociendo que “el primer cuidado del que tenemos necesidad en la enfermedad es el de una cercanía llena de compasión y de ternura” (Francisco). ¡Qué bien suenan estas palabras en alguien que atraviesa la enfermedad! “A ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría decirles: ¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten”. Porque a la fragilidad propia de quien se encuentra débil y enfermo (en cualquiera de sus formas), se añade esa particular vulnerabilidad que nos da el necesitar un abrazo, una caricia, un gesto… cuando hay que pedirla porque no llega sola.

Nuestra corporeidad es tan decisiva, aunque la tengamos tan maltratada tantas veces, que no hay mal que no nos atraviese el cuerpo de algún modo. Y al revés, no hay malestar físico que no revierta en algún desajuste emocional o espiritual. Siendo así, no hay dolor más hondo que sentirse solo, cuando estamos sanos y particularmente, cuando estamos enfermos. No hay dolor mayor que echar de menos a quien quisieras que estuviera a tu lado y no está. Quizá por eso cualquier convalecencia seria se convierte en un filtro natural de relaciones, en un espejo verdadero de quién está y quién no está contigo. Porque la enfermedad, como la muerte, asusta, es incómoda, es aburrida, te cambia el paso. Y no todos estamos dispuestos a parar la agenda y el ritmo para acompañar, para acercarnos, para estar.

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“Recordemos esta verdad central de nuestra vida, que hemos venido al mundo porque alguien nos ha acogido. Hemos sido hechos para el amor”. Sí, es verdad. Hay palabras como “amor” que nos vienen grandes. Casi nos da pudor decirlas o por el contrario las utilizamos en cualquier ocasión. Pero, ¿acaso no es la palabra adecuada cuando hablamos de esta realidad tan humana y universal como es la enfermedad?

A veces, pareciera, como cantaba Silvio Rodríguez, que nos molestara el amor:

“Te molesta mi amor. Mi amor sin antifaz, amor de humanidad, un arte de paz … Mi amor, el más enamorado, es del más olvidado en su antiguo dolor. Mi amor abre pecho a la muerte y despeña su suerte por un tiempo mejor. Mi amor, este amor aguerrido es un Sol encendido por quién merece amor”.

Que no nos moleste el amor. Que no nos moleste amar. Que nadie tenga que vivir gritando “¡impuro, impuro!”, ni tenga que vivir ningún dolor solo. Sería una preciosa señal de humanidad.