El Consejo de Cardenales que acompaña a Francisco en la reforma de la Iglesia ha situado la reflexión sobre el lugar de las mujeres en la Iglesia católica en el epicentro de su trabajo. Así se desprende, al menos, de las reuniones más recientes de este órgano consultivo en el que participan nueve purpurados de la Curia y de los diferentes continentes. Junto a la salesiana italiana Linda Pocher, en la sesión del 5 de febrero también participó la obispa anglicana Jo Bailey Wells, secretaria general adjunta de la Comunión Anglicana, que representa a 42 entidades en más de 165 países.
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La sola presencia de esta pastora habla, más allá de fortalecer el diálogo ecuménico, de una apuesta inédita del Pontífice argentino para poner a la comunidad católica en clave de escucha y conocer de primera mano el camino recorrido por otras confesiones cristianas en materia de participación y liderazgo de la mujer. Como la propia Bailey ha desvelado a ‘Vida Nueva’, el principal tema que expuso es su experiencia de la ordenación de mujeres en la Iglesia de Inglaterra. “Esto incluía el proceso de toma de decisiones y el impacto que había tenido para nuestra Iglesia, pero también lo que habíamos aprendido a través del proceso en términos de cómo surfear el cambio y tratar las diferencias”, confiesa la obispa a esta revista.
A buen seguro que la participación de la obispa generará no pocas suspicacias entre quienes ya cuestionan que una voz femenina tenga algo que aportar a un grupo de purpurados. Incluso, serán capaces de deslizar que sentarla a la misma mesa es poco menos que la antesala de una agenda oculta de Jorge Mario Bergoglio y, por tanto, que es un acto herético que tergiversa el magisterio, contamina la Tradición y hace tambalear los pilares del ministerio ordenado. Aferrarse a estos errados argumentos remite, una vez más, a una nociva y enquistada autorreferencialidad.
Genio femenino
Este es el paso adelante dado por Francisco y el Consejo de Cardenales, en el marco del pontificado que ha hecho una apuesta más firme por el genio femenino, que pasa por su participación con voz y voto en el Sínodo de la Sinodalidad y la posibilidad de que ellas estén al frente de un dicasterio romano.
Sin embargo, continúa pendiente abordar con madurez y profecía la ministerialidad de la mujer, con el diaconado como interrogante que no se puede aplazar. Sin aspavientos ni cerrazón, con serenidad, urge desarrollar y clarificar el principio mariano y petrino en la Iglesia, como punto de partida para una apertura real a la presencia y reconocimiento femenino, para un ministerio que tenga como centro el servicio de todos y no el poder de unos pocos.