¿Qué lengua hay que emplear?


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En una entrevista en ‘El Mundo’ a Ana Pontón, candidata por el BNG en las elecciones a la Xunta de Galicia –y que, dados los resultados electorales, a pesar de ser buenos para ella, no podrá gobernar–, la política decía que decidió hablar únicamente en gallego cuando, a los 15 años, una compañera de colegio le dijo: “A mí háblame bien, háblame en castellano”.



Ya hemos comentado en este espacio varias veces cuestiones relacionadas con las lenguas. De una manera u otra he mantenido que las lenguas son vehículos de comunicación; por tanto, prescindir de algunas de ellas por otras razones, aunque sea la de la identidad, me parece algo bastante estúpido. Ana Ponton

En la Biblia hay un texto en el que, incluso tratándose la lengua de un asunto identitario –junto con otras costumbres, como la de no comer carne de determinados animales, como el cerdo–, parece que prima el aspecto “práctico” de la comunicación. Así lo leemos en el segundo libro de los Macabeos, en la famosa escena del martirio de una madre y sus siete hijos. Cuando aún falta por morir el más pequeño, “el rey intentaba persuadirlo [para que comiera carne de cerdo]; más aún, le juraba que, si renegaba de sus tradiciones, lo haría rico y feliz, lo tendría por amigo y le daría algún cargo. Pero como el muchacho no le hacía el menor caso, el rey llamó a la madre y le rogaba que aconsejase al chiquillo para su bien. Tanto le insistió que la madre accedió a persuadir al hijo: se inclinó hacia él y, riéndose del cruel tirano, habló así en su idioma patrio…” (2 Mac 7,24-27). La madre habla a su hijo en hebreo no solo porque es la lengua de su pueblo, sino, sobre todo, para animarlo a que dé su vida antes que violar la Ley de modo que no se enteren ni el rey ni los verdugos, cosa que no podría haber hecho si hubiera hablado en griego.

Adaptarse a la necesidad del otro

En los Hechos de los Apóstoles se narra la conocida escena de Pentecostés, donde, como se sabe, los apóstoles –llenos del Espíritu Santo– empiezan a hablar otras lenguas distintas de la suya –probablemente el arameo–, pero los presentes, judíos que han llegado a Jerusalén con motivo de la fiesta de las Semanas (Pentecostés) y procedentes de lugares diversos, los oyen hablar cada uno en su lengua nativa. Sin duda, un nacionalista valoraría lo de la lengua nativa, pero en un plano superior está la comunicación de las “grandezas de Dios” (Hch 2,11).

El que tiene la posibilidad es el que debería adaptarse a la necesidad del otro, no poner la lengua por encima de la persona y del mensaje que se quiere transmitir. Lo contrario, además de una estupidez, es convertir la lengua en un ídolo.