Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Pío VII: hacia los altares


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El estreno hace unos meses de una película sobre Napoleón Bonaparte, en la que el Papa Pío VII queda prácticamente como una insignificante marioneta en sus manos, y por otro lado la propuesta de dicho pontífice para su canonización, cuyo proceso comenzó en 2007, nos lleva hoy a recordarlo, sobre todo sus dolorosas vicisitudes en la defensa de la Iglesia.



Nos trasladamos a la Francia que preparaba la coronación de su nuevo emperador. El 25 de marzo de 1802, Francia había firmado la paz con Gran Bretaña en Amiens y así, momentáneamente libre de cuidados respecto a las potencias europeas, y reconciliado con la Iglesia, Bonaparte aprovechó su popularidad para preparar su gran apoteosis. El 19 de mayo del mismo año creaba la Legión de Honor, condecoración que vino a sustituir las antiguas Órdenes del rey suprimidas por la Revolución. El 5 de agosto siguiente, un plebiscito transformaba su consulado decenal en vitalicio y de allí a llegar a convertirse en monarca no había más que un paso, de hecho, el 28 de marzo siguiente, el Senado proclamaba emperador a Bonaparte.

Monarquía de nuevo cuño

Éste, sin embargo, quería consagrar de alguna manera su monarquía de nuevo cuño y decidió que fuera el pontífice quien le ciñese la corona imperial en París, de este modo Europa no tendría más remedio que reconocer su régimen. En cuanto se conoció el deseo de Napoleón, los miembros del Consejo de Estado entre los cuales figuraban antiguos jacobinos, le manifestaron sus reservas, pues temían que el acto de coronación constituyese un triunfo para el papado, por eso, le querían disuadir de llevarlo a cabo y que se contentara con una ceremonia civil.

Pero el Corso conocía muy bien el valor de los símbolos y su poder de fascinación sobre el pueblo y arguyó que una coronación privada de elementos religiosos sería un acto vacío y sin significación. Por otra parte, no había que temer nada del Pontificado Romano: hacía mucho que no eran ya los tiempos de un Gregorio VII, que obligó a todo un Enrique IV a ir a Canossa, o de un Inocencio III, que puso en entredicho a todo el reino de Francia para castigar a Felipe II Augusto.

Cuando Pío VII supo de las intenciones de Napoleón, fue presa de una gran turbación hasta el punto de enfermar seriamente. Convocado el colegio cardenalicio, la mayoría de los veinte cardenales consultados por el papa se mostraron contrarios a que éste accediera, sería como consagrar aquella misma Revolución que había hecho sufrir a Pío VI hasta causarle la muerte.

Coronación imperial

Por otro lado, aun concediendo la posibilidad de la coronación imperial, en la curia romana muchos consideraban que era Napoleón quien tenía que ir a Roma o, al menos, a algún otro lugar del Estado Pontificio, a menos que se considerara a Pío VII como un mero capellán de aquél. El cardenal Consalvi, sin embargo, convenció a todos de que era más sabio condescender y no provocar las iras del hombre que había acumulado tal poder que podía hacer pagar muy caro a la Iglesia una negativa del romano pontífice, pero puso ciertas condiciones para salvar el decoro y sacar algún provecho a favor de la religión.

Napoleón envió al general Caffarelli el 15 de septiembre llevando la invitación oficial al papa y dándole algunas de las seguridades exigidas por Consalvi. Pío VII partió de Roma el 2 de noviembre, dejando a Consalvi a la cabeza del gobierno de la Santa Sede. El suyo fue un viaje triunfal, por dondequiera que pasó fue recibido con grandes muestras de veneración y entre aclamaciones. Cierto es que el nuevo emperador había dado órdenes que se honrase al pontífice, ya que su gloria redundaría en la del imperio que venía a consagrar.

Intento revolucionario

Pero las multitudes no necesitaban ser espoleadas, se arremolinaban espontáneamente alrededor del carruaje papal para honrar una religión fuertemente radicada en lo profundo de su ser a pesar de la persecución y del intento revolucionario por aniquilarla. El 28 de noviembre llegó el augusto viajero a París, siendo acogido por la flamante corte imperial y las nuevas instituciones del nuevo régimen. La víspera del gran día hubo un incidente inesperado que tuvo que resolverse sobre la marcha: La emperatriz Josefina confesó a Pío VII que sólo estaba unida civilmente a Napoleón. El papa entonces se negó en redondo a efectuar la coronación imperial a menos que la pareja se casara también canónicamente, a lo cual accedió el Emperador a regañadientes. Su tío materno, el cardenal Fesch, ofició el improvisado matrimonio.

Escultura de Pío VII

Escultura de Pío VII

El domingo 2 de diciembre, primero de adviento, se llevó a cabo en la catedral de Notre-Dame una ceremonia que rememoraba fastos de la antigüedad, pero que nada tenía que ver con el tradicional «sacre royal» (consagración regia) de Reims, que destacaba la gloria de Dios y hacía del monarca un cuasi-sacerdote, vicario de la Iglesia en lo temporal, mientras que el rito de París estaba pensado para la mayor gloria de Napoleón. En la Navidad del año 800, el papa León III había coronado a Carlomagno «por sorpresa» en San Pedro, ahora, mil años después, era el émulo y sucesor de éste el que sorprendería al sucesor de aquél, pues en el momento culminante, cuando Pío VII se aprestaba a ceñir la cabeza de Napoleón, tomó éste inesperadamente la corona de las manos del pontífice y se la puso él mismo sobre su cabeza. Acto seguido, coronó a su esposa, escena inmortalizada por el conocidísimo lienzo de Jacques-Louis David, en la que aparece un resignado papa esbozando una tímida bendición desde su trono, acompañado del cardenal Caprara, sumido en el bochorno de la situación, que dejaba en un lugar pésimo a la Iglesia.

Sugerencia al pontífice

Pasados los fastos de la coronación y vuelto a las preocupaciones políticas, el Emperador daba largas al pontífice respecto a su retorno a Roma, aduciendo que el paso de los Alpes en invierno era por lo menos una imprudencia, así logró que Pío VII permaneciese unos meses en París, alojado espléndidamente en el Pabellón de Flora de las Tullerías. La intención de Napoleón era, desde luego, prolongar indefinidamente su estancia para hacerla servir a sus intereses. Un miembro de la corte imperial sugirió al pontífice que fijara su residencia en Aviñón, como habían hecho sus predecesores en el siglo XIV, y éste respondió diciendo que no le importaba lo que hicieran con él, pues antes de partir de Roma había dejado instrucciones precisas según las cuales, si se le retenía contra su voluntad, los cardenales debían considerarlo como dimitido a todos los efectos.

«Entonces –aseguró– en mí sólo tendréis a un humilde monje llamado Barbaba Chiaramonti, pero nada más». Ante este argumento, que le fue referido, Napoleón dejó finalmente marchar a Pío VII, que emprendió su regreso a Roma el 4 de abril de 1805. A su llegada le alcanzaron los últimos obsequios del Emperador, entre ellos una magnífica tiara (que aún se conserva en el tesoro vaticano).

El emperador en Milán

El 26 de mayo, el emperador de los franceses era coronado en el Duomo de Milán como rey de Italia con la histórica Corona de Hierro de los longobardos, que contenía la reliquia de uno de los clavos de la Cruz de Cristo (conservada hoy en la capilla de Teodolinda de la catedral de Monza). En una ceremonia semejante a la de la de París, Napoleón la tomó de manos del cardenal Caprara, el arzobispo ambrosiano, y se la colocó él mismo con estas arrogantes palabras: «Dios me la ha dado y ¡ay de aquél que me la quite!».

El águila imperial remontó nuevamente vuelo y se abatió sobre la Europa, enfrentándose una nueva coalición: Las batallas de Ulm y de Austerlitz, respectivamente en octubre y diciembre de 1805 marcaron la derrota aplastante del Sacro Imperio y su final efectivo, como consecuencia de la Paz de Presburgo (26 de diciembre). Francisco II hubo de renunciar a su soberanía sobre Alemania y depuso la corona como emperador germánico el 6 de agosto de 1806. La siguiente potencia en ser doblegada fue Prusia, con las victorias francesas en Jena y Auerstädt (ambas el 14 de octubre de 1806). Rusia, en fin, fue vencida en Eylau (8 de febrero de 1807) y Friedland (14 de junio de 1807).

Bloqueo continental

Napoleón había ocupado en 1806 el Reino de Nápoles, expulsando a los Borbones y poniendo sobre el trono partenopeo a su hermano José. La flota inglesa, sin embargo, era todavía fuerte en el Mediterráneo, y al negarse Pío VII a sumarse al bloqueo continental contra la Gran Bretaña que pretendía Napoleón, ordenó al general Miollis que ocupara Roma. Pío VII reaccionó haciendo publicar, el 10 de julio, la bula Quam memorandum de excomunión contra los violadores de los derechos de la Iglesia.

Se sucedieron graves desórdenes en la Ciudad Eterna y el general Miollis ordenó la captura del pontífice, que se llevó a cabo la noche del 6 al 7 de julio, cuando tropas francesas al mando del general Radet invadieron el palacio papal del Quirinal, en el que entonces habitaban los romanos pontífices. Pío VII, no queriendo que se derramara la sangre de sus valientes defensores de la Guardia Suiza, se rindió a sus captores, Radet dispuso la salida inmediata de Roma de su augusto prisionero (que tuvo apenas tiempo de coger su breviario), acompañado del cardenal Bartolomeo Pacca, en reemplazo del cardenal Consalvi, que se había exiliado en París por exigencia de Napoleón tres años antes.

Más problemas

El viaje fue un verdadero viacrucis para el enfermizo Pío VII, que había superado los 67 años. Al salir de Poggibonsi, cerca de Siena, volcó el carruaje, acabando en medio de aguas pantanosas de las que salieron a duras penas el pontífice y su ministro, magullados por el accidente. Más tarde, se detuvieron un tiempo en la Cartuja de Florencia, pero al partir, el cardenal Pacca fue separado del Papa y enviado al Piamonte por una vía distinta.  Se juntaron en el norte y en Grenoble volvieron a ser separados: Pacca fue llevado prisionero a la fortaleza de Fenestrelle (donde permaneció hasta 1813), mientras el pontífice tuvo que seguir una accidentada e incoherente ruta que lo llevó por Valence en el Delfinado (la ciudad donde estuvo cautivo y murió Pío VI), Aviñón y Niza, hasta llegar a Savona a finales de año. Aquí recibió Pío VII las expresiones de fidelidad de la población, permaneciendo hasta 1812.

Aunque prisionero, el Papa consiguió hacer pasar en secreto un mensaje para los fieles cristianos que acudían muy numerosos a verlo pasar prisionero y lo saludaban, en esta ocasión con lágrimas en los ojos: que rezasen por la libertad de la Iglesia a María, auxilio de los cristianos (María auxiliadora, como después la popularizaría don Bosco, nacido algún año después de todos estos acontecimientos).

Inauditas concesiones

Napoleón quiso aprovechar el cautiverio del obispo de Roma para arrancarle inauditas concesiones que constituían graves atentados a la independencia de la Iglesia del poder civil. Quería, además, que se estableciese su sede en París, haciendo de la capital imperial también la del catolicismo. Pío VII se resistió a tales pretensiones, a pesar de que se le quiso forzar alejando de él a todos los prelados fieles y secuestrando su correspondencia. Napoleón quiso forzar las cosas convocando un concilio en París, al que asistieron 95 entre cardenales y prelados que, ante su sorpresa, se declararon incompetentes para suplir la autoridad pontificia.

El 6 de octubre de 1811, después de tres meses de estériles sesiones, el concilio parisino fue disuelto por un enfurecido emperador. El 27 de mayo de 1812, éste ordenaba, antes de partir para la campaña de Rusia, el traslado del Papa de Savona a Fontainebleau. La travesía de los Alpes casi le costó a Pío VII la vida, llegándosele a administrar la extremaunción y el viático, pero se puso mejor y en el palacio de Francisco I pasó el resto de su cautividad. Sin embargo, en Rusia y en España empezaba a cambiar la fortuna del que hasta entonces parecía invencible.

Tira y afloja

El 19 de enero de 1813, Napoleón se entrevistó en Fontainebleau con Pío VII, lo trató cordialmente, y logró convencerlo de la necesidad de un nuevo concordato con mayores concesiones a la potestad temporal, de lo que pronto se arrepintió. En medio del tira y afloja entre el Papa y el emperador de los franceses, ocurrió la derrota de éste en la Batalla de Leipzig, llamada de las Naciones, del 16 al 19 de octubre. Pensando que el prisionero de Fontainebleau atraía sobre él las iras del cielo, ordenó inesperadamente su liberación el 23 de enero de 1814, y así en marzo el pontífice partía de regreso a Roma en un viaje triunfal. Mientras tanto, el 20 de abril, en el mismo palacio que había servido de encierro a Pío VII, su antiguo carcelero firmaba el acta de abdicación de su corona imperial.

El 24 de mayo de 1814, entraba en Roma su anciano y trabajado obispo, siendo recibido entre lágrimas por su pueblo. En recuerdo de esta fecha instituyó la festividad de Santa María bajo la advocación de Auxilio de los cristianos, que después muchos han vinculado con don Bosco, gran propagador de la devoción, pero que tiene su origen en estos duros momentos de la historia de la Iglesia.

El último periplo de Napoleón, iniciado en marzo de 1815, fue fugaz: duró tan sólo cien días, pero el pontífice no quiso correr riesgos y se trasladó a Génova, donde el rey Víctor Manuel I de Cerdeña lo acogió con todos los honores. Vencido Bonaparte definitivamente en Waterloo y exiliado a Santa Elena, Pío VII pudo retornar a Roma el 7 de junio. Además de la festividad de María Auxilio de los cristianos, otro recuerdo de la cautividad napoleónica del vicario de Cristo quedó en la liturgia a través de la festividad de los Siete Dolores de la Santísima Virgen, que se celebraba en la liturgia antigua el 15 de septiembre, mientras que en la liturgia actual se sigue celebrando como la festividad de la Virgen de los Dolores.