Ya comenté la semana pasada que participé en el Encuentro de Laicos sobre Primer Anuncio. Sigo compartiendo mis impresiones de esos dos días en Camelot, como lo hiciera el yanqui de Mark Twain.
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Intercambio de ideas
El encuentro fue, sobre todo, eso: un encuentro. La estupenda y compleja organización posibilitó espacios de convivencia, el conocimiento mutuo, la cordial interrelación, el acercamiento a diversas realidades de Iglesia… Pero, a la vez, el fin de semana fue pobre en el intercambio de ideas, en intercambio de perspectivas. Ya parece un lugar común, querer llenar este tipo de encuentros de jovialidad y de momentos emotivos: un ‘photocall’ para recibirnos; dinámicas para aflorar la risa; mensajes para elevar el entusiasmo; gestos constantes para provocar la cordialidad… En los espacios de Iglesia, en muchas ocasiones, desde ese mantra de sabernos ‘uno en Cristo’, nos arropamos en la necesidad de vivir en armonía para dejar a un lado la reflexión profunda sobre nuestra fe, que, en muchas ocasiones, no es tan compartida como damos por hecho. Y así, estuvimos repitiendo a coro palabras cuyo significado nos hubiera llevado a más de un debate si hubiéramos ahondado en ellas. “Primer anuncio”, “evangelizar”, “pueblo de Dios”, “discernimiento”, “bautizados”, “comunión”… ¿Qué queremos decir cuando usamos cada una de esas palabras? ¿Estamos pensando todos lo mismo? ¿Le estamos dando el mismo carácter dinamizador a todas ellas? Más me inquietaba la apelación constante al Espíritu y la presunta seguridad de que todo lo que allí se estaba gestando era cosa suya, ¿no estamos tentando a Dios cuándo aseguramos de manera tan categórica que nuestras obras son cosa de Él (Lc 4, 9)?
Estoy convencido de que en la diversidad, ya sea religiosa, étnica, dentro o fuera de la Iglesia, el reconocimiento mutuo, el cariño y la oración compartida son tres cosas que pueden unirnos. Pero también creo que, cuando Dios nos llamó desde todas las naciones para darnos un corazón nuevo (Ez 36, 26), ese corazón no era solo el corazón de los afectos, sino también el de la entrega y también el de las ideas. Bendigo la calidez que nos hace reconocernos como hermanos, bendigo la grandeza del que se entrega generosamente a otros, pero también bendigo las inquietudes de la razón, y bendigo la maravilla del intelecto, ese regalo que Dios nos ha dado para que entendamos la dignidad del hombre, la grandeza de la creación y la esperanza que subyace en el proyecto que el Padre tiene para ella. ¿Qué temor se esconde en este miedo al diálogo abierto, al contraste de ideas? ¿Acaso se desvanece nuestra fe cuando la ponemos a la luz de la razón? ¿No nos estaremos dejando llevar, también dentro de la Iglesia, por ese sesgo irracional de la posmodernidad? Fue claro Pedro cuando nos anunciaba que estuviéramos “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza” (1Pe 3,15).
Me alegré mucho cuando el arzobispo José Cobo, en la eucaristía de cierre del domingo, nos alertó sobre el peligro que, en nuestras vivencias de fe, “puede aparecer cuando damos excesiva prioridad a la dimensión emocional”.
Conviene sacudirse el polvo.