Tribuna

Del “ni una menos”, al “hágase en mí”

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Hay una diferencia notable entre una memoria celebrativa y una marcha reivindicatoria, una celebración o una conmemoración. En la primera, celebramos un acontecimiento que sucedió y que generó un cambio; en la segunda, nos reunimos para expresar juntos que algo tiene que cambiar porque, así como está, no funciona.



Lo curioso del 8 de marzo es que concentra las dos expresiones en una porque, por un lado –y más allá de su origen a inicios del siglo XX– siempre recordará aquella primera marcha del “Ni una menos” donde comenzó a hacerse visible un colectivo que hasta entonces estaba invisibilizado y, por otro, seguirá marchando en contra de una violencia que no se apaga y le suma la denuncia por la falta de derechos del universo que se percibe desde lo femenino.

Antes de llenarse de colores enfrentados, de mixturas ideológicas, el 8 de marzo de 2015 fue un grito desesperado, fue el clamor de una madre por la muerte de su hija. Y aquella motivación para seguir marchando sigue intacta ante infinidad de mujeres que son asesinadas violentamente, ante muchas que viven el terror de estar sometidas a la fuerza del varón –en su afán de doblegarlas con violencia–, ante el ambiente que tolera estilos invasivos e intimidantes, categorizándolos como “enamoramiento” o “rapto de celos”.

Pero cuando estas marchas se han ido convirtiendo en una conmemoración reivindicatoria, han adquirido una modalidad mucho más rica. Sin perder su denuncia ante la violencia de género –un cáncer que se expande en vez de extirparse en nuestra América Latina– nos hacen asomarnos a un universo de reclamos y requerimientos que suponen un cambio cultural y empujan un fin de época.

Porque si bien su expresión final es la aparición de infinidad de leyes de carácter laboral, de incidencia en el ámbito familiar, entre otros, la dirección y velocidad que todo eso expresa supone que asumamos que lo que las leyes quieren proteger o sancionar viene a saldar una deuda vergonzante: seguimos viviendo en ambientes donde las mujeres respiran lo abusivo, donde incluso están acostumbradas y hasta pueden llegar a repetir esquemas machistas.

El lugar más fácil para encontrar ejemplos es en chistes y roles domésticos. En el primero de los casos, incluso famosos programas de televisión se han adaptado al cambio de época y ya no es habitual ver denigrar mujeres ante la risa de locutores. No va a la misma velocidad lo “interno”, los roles domésticos donde el varón se sigue poniendo en posición de ser una ayuda –ya eso se considera revolucionario– pero sigue siendo la mujer la responsable, y la que, con culpa –si no con escrache o mala cara de otras– siente que delega tareas que le son propias.

Rawson Toma De Posesion1

Seguimos en nuestro esquema tradicional

Tenemos que hacernos cargo de haber hecho que culturalmente se identificara algo hermoso de la mujer, como es cierta con-naturalidad con el cuidado y la contención, con la responsabilidad sobre lo doméstico, con el cuidado exclusivo de los niños, y la elección de esas labores caseras sobre tareas profesionales como opciones antagónicas o jerárquicamente indiscutibles: antes esposa, mamá, y mujer de la casa que cualquier otra cosa.

Esta tendencia natural al cuidado y la contención, al ser arrojada exclusivamente al ámbito privado, está ausente en la vida pública, en la construcción política. ¡Cuán diferentes serían nuestras perspectivas y debates políticos si dejáramos que estas dimensiones fueran las que los definen! Pero, en general, cuando una mujer sale de la esfera de lo íntimo para entrar en lo público, tiene que resignar estas dimensiones, debe asumir caracteres de conquista para que los estilos patriarcales la “habiliten”, “le den permiso”. La construcción y el liderazgo político siguen siendo cuestión de “machos”, de un modo que anula lo biológico y el género porque privilegia el poder piramidal tan propio del machismo.

Como Iglesia seguimos repitiendo un esquema tradicional. Y, sin ahondar hasta qué punto somos o no culpables, tenemos que hacernos cargo de que somos vistos como la última trinchera del patriarcado, la barricada del machismo. Y esa imagen está avalada por muchas de nuestras perspectivas cuando enseñamos en las homilías o en la catequesis, cuando proponemos tareas o cuando los curas nos seguimos quedando después de una reunión con los otros varones, mientras las mujeres lavan los platos.

Nuestras comunidades siguen siendo refugio, incluso, para mujeres a quienes les queda cómodo el papel de la obediencia ciega, de no preguntar los porqués de las cosas sino simplemente hacer lo que “el padre dice”. Tan evidente es eso que cuando el cura, el obispo o el papa las invita a sentarse a escuchar a todos, a pensar, a decidir juntos, lo viven con fastidio, les parece sin sentido y poco práctico. Son mujeres que miran con espanto el repliegue adolescente del varón, sea este padre, marido o hijo, y exigen una Iglesia que les diga qué hacer y cómo.

Nuestros ambientes eclesiales, llenos de mujeres creativas, trabajadoras, generosas de sus tiempos, también precisan de ese “genio femenino” del que tanto habla el Santo Padre. Pero esto supone asumir un nuevo modo, un estilo que cuestiona nuestras masculinidades y puede presentar como posibles, maneras donde la perspectiva sea femenina o al menos combinable. Es un modo donde esta dimensión contenedora y de cuidado no quede reducida a mediar ante los rayes, caprichos, las fijaciones u obsesiones, las posiciones tercas o excéntricas de los curas, diáconos, obispos y el resto del Pueblo de Dios. “El padre es así”; “déjeme que se lo pida yo, que a mí me escucha”, “la única que se lo puede decir sos vos” e infinidad de modos que sólo nos hacen constatar que nuestras mujeres muchas veces siguen caminando descalzas y sin hacer ruido en el espacio eclesial.

Como María

Necesitamos sostener teólogas, pensadoras de fuste, planificadoras de los espacios pastorales, voluntarias en nuestras Cáritas y en nuestras catequesis que se animen a ahondar y preguntarse, a cuestionarnos sobre nuestros modos de evangelizar, de presentar los espacios pastorales. Mujeres “sororas” con la Iglesia, que la ayudan a ser mujer, madre y “librepensadora” como aquella mujer de la que somos deudores todos y es su ícono: María.

Es esa quinceañera que se abrió a la propuesta de Dios sin pedirle permiso a varón alguno, sin requerir tiempo para preguntarle a su padre o conversarlo con su prometido. Que no improvisó ese día para el que se había preparado mirando las grandes mujeres del Primer Testamento y “guardando en el corazón” aquellos textos que más le gustaron y supo combinar en el Magnificat.

Esa mujer tampoco hizo la revolución porque su marido debía empadronarse en la otra parte de su país y aceptó irse con un embarazo ya adelantado. Tampoco objetó los planes inconsultos para huir a Egipto, entendiendo que las premuras no son ambiente para deconstruir roles. Pero esa misma mujer, sin otra autopercepción que la que da ser consciente de estar llamada a cuidar y contener, supo tener un coraje que no tuvo ninguno de los discípulos varones de su Hijo (¿cuándo empezamos a creer que el varón era más valiente?) y quedarse “firmemente de pie” al lado de Jesús, ajusticiado por marañas jurídicas que hasta el día de hoy excusan celos, envidias y competencias masculinas.

Marchamos el 8 de marzo por este cambio cultural que nos interpela y compete como creyentes, que nos llama al cuidado y a la protección de lo débil, de lo vulnerable. Marchamos conscientes de nuestras deudas, y de nuestra gran riqueza de infinidad de mujeres que día a día sostienen la iglesia. Soñamos con que ellas le den mucho más que una nueva tonalidad. Queremos que hagan brillar ese principio mariano, esa voz que sólo admite un mandato, el de Dios, con el que fuerza a su Hijo Jesús al primer milagro, sabiendo que atrás del “hagan lo que Él les diga”, hubo una mujer que se dio cuenta de que en ese encuentro algo faltaba. Y ese, fue el primero de los signos.