Por si alguno tiene una idea romántica de los santos como personas de dulzura melosa y que nunca rompieron un plato -de alguno se dice incluso que siendo un bebé los viernes dejaba de mamar de la leche de la madre por hacer penitencia-, todo sonrisas y parabienes, bueno es que recordemos que nada más lejano de la realidad. Una santidad así, además de irreal, sería insoportable y desanimaría a la mayoría de los mortales que tenemos el carácter que tenemos.
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Los santos no han sido ni dulces ni lo contrario -sin duda no melifluos ni ñoños- sino cada uno como era según su temperamento, su formación, sus circunstancias y el modo cómo con la gracia de Dios ha sabido y podido ir moderando el propio carácter. Nos llevaríamos sorpresas, como una de ellas que me impresionó cuando leí en el proceso de canonización de la madre Teresa de Calcuta que algunas hermanas se quejaban que tenía un carácter muy fuerte y era muy dura en el mandar. Sin duda no era la Madre Teresa de las fotos y los reportajes, con cara dulce y angelical. Pero es que la vida es mucho más que una foto o un reportaje, y ella tenía que gobernar a más de cuatro mil hermanas de comunidad, lo cual no debía ser tan fácil.
Hoy quiero recordar a dos santos famosos por su mal carácter, uno de la antigüedad y otro de tiempos más modernos. Los dos lucharon contra ese defecto caracterial, uno con más éxito que el otro. Los dos fueron santos admirables, y a la vez difíciles de aguantar.
Luchó contra su ira
Recordado principalmente por su actualización de la traducción latina de la Biblia y sus comentarios bíblicos, además de otros muchos escritos teológicos, san Jerónimo también es bien conocido por su lucha con la propia ira, que le duró toda la vida. Creció en la ciudad de Stridon, en la provincia romana de Dalmacia, en la actual Croacia. Sin embargo, la ubicación exacta de la ciudad es desconocida porque años más tarde la ciudad fue literalmente borrada de la faz de la tierra cuando los godos invadieron. A la edad de doce años, Jerónimo y su amigo Bonoso fueron enviados a Roma para continuar sus estudios y así comenzó el aprendizaje que continuaría a lo largo de su vida y lo ayudaría a prepararse para su trabajo futuro.
Allí llegó a ser un gran latinista y muy buen conocedor del griego y de otros idiomas, pero por entonces había leído pocos libros espirituales y religiosos. Pasaba horas y días leyendo y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos, Cicerón, Virgilio, Horacio, Tácito y Quintiliano, y a los autores griegos Homero y Platón. Al mismo tiempo, frecuentó compañías paganas y adquirió hábitos que solo abandonó cuando fue bautizado por el Papa Liberio a la edad de diecinueve años.
Esmerada educación
Para evitar caer de nuevo en malos hábitos, Bonoso y él se marcharon a la Galia donde permanecieron varios años antes de regresar a casa con planes de convertirse en ermitaños. Decir que su familia estaba decepcionada al regresar sería quedarse corto. Aunque cristianos, se resentían que lo habían apoyado durante doce años, y desde su punto de vista, no había hecho nada con la esmerada educación que había recibido. Habían esperado que se convirtiera en un alto funcionario del gobierno y trajera un buen ingreso junto con prominencia. Entonces Jerónimo les contó sus planes de convertirse en ermitaño, y lo echaron da casa.
De hecho, con el tiempo, Jerónimo se hizo ermitaño en el 375 y encontró su camino hacia Antioquía en la Siria moderna. Allí estaba frecuentemente enfermo y en cierta ocasión se desmayó y tuvo una visión en la que aparecía ante el Señor para ser juzgado. Estaba postrado y no podía levantar la cabeza ante tanta gloria. El Señor dijo que Jerónimo no era cristiano, sino seguidor de Cicerón. Donde estaba su tesoro, allí estaba su corazón. En respuesta, Jerónimo juró que no tocaría libros profanos. La visión terminó después de que hizo su promesa. Conmovido hasta lo más profundo, esto fue un punto de inflexión para Jerónimo. Claramente, se había dejado llevar del orgullo mundano en su aprendizaje, y ese orgullo lo había alejado del Señor. Después de esta conversión, puso su gran aprendizaje y mente en las cosas de Dios. Se le representa frecuentemente en el desierto golpeándose con una piedra como penitencia y para moderar su orgullo e irascibilidad.
Erudito de referencia
Un gran cambio llegó a su vida cuando se vio involucrado en controversias eclesiásticas y teológicas centradas en la sucesión episcopal y las disputas trinitarias (sobre la naturaleza de la relación del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) y cristológicas (sobre la naturaleza de Cristo). Sospechoso de albergar opiniones heréticas (es decir, el sabelianismo, que enfatizaba la unidad de Dios a expensas de las personas distintas), Jerónimo insistió en que la respuesta a los problemas eclesiásticos y teológicos residía en la unidad con el obispo romano. El Papa san Dámaso I no le respondió, y Jerónimo abandonó el desierto y se dirigió a Antioquía.
En Antioquía, su anfitrión, Evagrio, convenció a Jerónimo para unirse al partido del obispo Paulino, quien estaba en oposición a San Basilio, el gran obispo ortodoxo de Cesarea y uno de los tres Padres Capadocios, los otros siendo San Gregorio de Nazianzo y San Gregorio de Nisa. Reconociendo su importancia, ya que Jerónimo era conocido en ese momento como un erudito y una figura monástica de significado, Paulino decidió ordenarlo. Jerónimo aceptó (378) con dos condiciones: que sus aspiraciones monásticas no fueran perjudicadas y que no se le obligara a realizar funciones sacerdotales. Asistió a las conferencias exegéticas de Apolinar de Laodicea y visitó a los nazarenos (cristianos judíos) de Berea para examinar su copia de un evangelio hebreo que pretendía ser el Evangelio original de Mateo.
Trabajador incansable
Pero la influencia más decisiva en la vida posterior de Jerónimo fue su regreso a Roma (382-385) como secretario de san Dámaso, que había entendido la gran valía de Jerónimo. Allí continuó su trabajo erudito sobre la Biblia y propagó la vida ascética. A instancias de Dámaso, escribió algunos breves tratados exegéticos y tradujo dos sermones de Orígenes sobre el Cantar de los Cantares. Más importante aún, revisó la versión latina antigua de los Evangelios basándose en los mejores manuscritos griegos a su disposición y realizó su primera, aunque algo fallida, revisión del Salterio latino antiguo basándose en algunos manuscritos de la Septuaginta (traducción griega del Antiguo Testamento).
Dictaba clases para un círculo de nobles viudas y vírgenes romanas de mente monástica (por ejemplo, Marcela, Paula y sus hijas Blesila y Eustoquia), respondía a sus problemas bíblicos de forma oral y por carta, y era su maestro en espiritualidad también. En estas circunstancias, escribió una defensa de la virginidad perpetua de María, madre de Jesús (383), y atacó la opinión de aquellos que abogaban por la igualdad entre la virginidad y el matrimonio. Pero sus predicaciones a favor de la vida monástica y su relación con el círculo ascético, sus castigos a los clérigos romanos, monjes relajados y vírgenes hipócritas, y su corrección del texto del Evangelio provocaron una tormenta de críticas y calumnias, especialmente después de la muerte de Dámaso, en diciembre de 384. Todo esto llevó a que en agosto de 385 dejase la que llamó “Babilonia” (Roma) y, en amarga indignación, se dirigiese a Tierra Santa.
Mordaz en sus palabras
Acompañado de algunas vírgenes lideradas por Paula, Jerónimo realizó una peregrinación religiosa y arqueológica por toda Palestina y por los centros monásticos de Egipto; pasó casi un mes con el famoso exegeta Dídimo el Ciego en Alejandría. El verano de 386 lo encontró establecido en Belén, donde hacia el 389, Paula terminó un monasterio para hombres bajo la dirección de Jerónimo, otro para mujeres bajo su propia supervisión y una posada para peregrinos. Aquí vivió Jerónimo, excepto por breves viajes, hasta su muerte, con una gran actividad intelectual y epistolar, entro otros con san Agustín.
Se ha dicho de él justamente que era “gruñón por naturaleza”, esto es, de temperamento irascible. Jerónimo podía ser bastante difícil de llevar y se granjeó muchos enemigos en el camino. Su ira se reflejaba en su frecuente correspondencia tanto con amigos como con enemigos. Era conocido por los insultos y las palabras mordaces que expresaban su ira y falta de caridad. Jerónimo podía manifestarse amargado, guardar rencor e poner a prueba la paciencia de sus amigos con su ira. Parte del problema era su orgullo intelectual, que le hacía muy exigente, pues siendo un hombre muy erudito, con todo su aprendizaje no soportaba a los necios y fácilmente señalaba con tono enfadado lo que le había irritado.
Pero lo importante, por lo que se refiere a la santidad, es que Jerónimo se arrepentía de su ira, era consciente de ella e intentaba superarlo. Sentía remordimientos por ella, pedía perdón y hacía penitencia. De aquí la piedra de la que hemos hablado, que usaba para golpearse en el pecho como penitencia por su ira. Jerónimo sabía que sufría de este vicio y sabía que hacía daño a otras personas, rezaba para superar su ira y nunca dejó de luchar contra ella.
El temperamento de san Francisco de Sales
Siglos después y en circunstancias muy diferentes, san Francisco de Sales es el patrón de la prensa católica, los periodistas y los escritores, considerado un maestro espiritual, inspirando a santos como San Juan Bosco y Santa Teresa del Niño Jesús. Francisco nació en 1567 en el castillo de Sales, en el ducado de Saboya (entonces parte del Sacro Imperio Romano). Era el mayor de seis hermanos, con un carácter inquieto y juguetón, tanto que su madre y su nodriza tuvieron que redoblar sus esfuerzos para cuidarlo y estar atentas a sus travesuras. Leemos que de niño, tenía un temperamento irascible, sus biógrafos cuentan que un día un calvinista visitó el castillo en el que vivía y el pequeño Francisco, al enterarse, tomó un palo y fue a correr alrededor de las gallinas gritando: “Fuera herejes, no queremos herejes”.
Su padre, por otro lado, deseando que Francisco creciera bien disciplinado, eligió como su tutor a un sacerdote llamado padre Deage, un hombre exigente. El sacerdote le hizo pasar momentos difíciles, pero, como Francisco mismo reconoció más tarde, le ayudó mucho en su formación humana y cristiana. Sin embargo, el mal genio de Francisco continuaría jugándole malas pasadas. A veces sus meteduras de pata o arrebatos lo convertían en objeto de burla y humillación, y su alma tenía que soportar el peso del resentimiento y el deseo de venganza. Como hombre educado y de modales, se controlaba hasta el punto de que muchos no tenían idea de su mal genio. A pesar de esto, con el tiempo las malas experiencias se acumularon en su corazón y Francisco sufrió mucho. En un momento incluso temió ser condenado al infierno para siempre. La mera posibilidad de que eso sucediera lo atormentó durante mucho tiempo, y perdió el apetito y comenzó a tener dificultades para dormir.
La paz buscada
Un día, Francisco dijo a Dios en oración: “No me importa si me envías todas las torturas que quieras, mientras me permitas seguir amándote siempre”. Decidido a encontrar una salida a su situación, comenzó a frecuentar iglesias y a orar. Un día, en la Iglesia de San Esteban en París, arrodillado ante la imagen de la Virgen María, pronunció la famosa oración de San Bernardo: “Acordaos, oh piadosísima Virgen María…”. Y, por primera vez en mucho tiempo, encontró algo de la paz que tanto ansiaba. Esta experiencia curó gran parte del orgullo que lo había atormentado durante tanto tiempo. Francisco pudo entender mejor a las personas que lo rodeaban y se dio cuenta de lo imperativo que era tratarlas con amabilidad.
Fue a estudiar derecho en Padua, como deseaba su padre, pero también se inscribió para estudiar teología. En su corazón había surgido el deseo de conocer más profundamente las cosas de Dios. A la edad de 24 años, ya con un doctorado, regresó a su familia para vivir la vida ordinaria de un joven de la nobleza. Su padre quería que se casara y obtuviera un puesto importante, pero Francisco poseía el deseo de consagrar su vida totalmente al servicio de Dios. Confesó a su padre su deseo de convertirse en sacerdote. Al principio encontró una fuerte resistencia, pero finalmente su padre accedió. Francisco renunció al señorío de Villaroger, que le correspondía por derecho, y fue ordenado sacerdote el 10 de mayo de 1593.
Voluntario ante el Papa
Primero ejerció el ministerio como canónigo de Annecy, pero tras la muerte del decano del cabildo de la Catedral de Ginebra, un grupo de personas influyentes (incluido su primo, el canónigo Louis de Sales), intercedieron y pidieron al papa que otorgara el puesto vacante a Francisco. A pesar de la iniciativa de sus amigos, Francisco, tan pronto como pudo, se presentó ante el pontífice como voluntario para ir a la región de Chablais (Saboya), donde el calvinismo se había vuelto dominante y los católicos eran acosados constantemente.
El santo comenzó a escribir y publicar sus homilías, que compiló en forma de folletos. En ellos expuso la doctrina de la Iglesia y refutó las posiciones calvinistas. Estos escritos más tarde formarían parte de su famoso texto llamado “Controversias”. Sin embargo, lo que ahora más admiraban las personas de Francisco era la paciencia con la que el santo soportaba las dificultades y dolores que su cargo le causaba. Pero no debió serle fácil, él que tenía un fuerte temperamento, de hecho uno de los recuerdos que se conservan de él es el sillón en el que se sentaba para recibir a la gente en audiencia. Dicho sillón tiene unos adornos donde él apoyaba las manos y que están completamente desgastados, tan grande debían ser los esfuerzos que hacía para no perder la paciencia.
Calmar los ánimos
El papa confirmó a Francisco como coadjutor de Ginebra y el futuro santo regresó a su diócesis para trabajar con un compromiso redoblado. Luego, tras la muerte del obispo, Francisco lo sucedió y se estableció en Annecy. Durante este período, tuvo como discípula a Juana de Chantal, con quien fundó la Congregación de la Visitación en 1610. La instrucción espiritual y dirección que dio a Juana, quien también más tarde sería canonizada, se convirtió en su famoso “Introducción a la Vida Devota”, su obra más conocida.
Leemos que cuando se estaba construyendo uno de los monasterios de la Visitación se produjeron protestas contra la edificación por temas estructurales, ante lo que el santo se apresuró a calmar los ánimos con amabilidad. Esto no agradó a Juana de Chantal, quien le dijo: “Su dulzura no hará nada más que aumentar la insolencia de esta gente malvada”. Francisco le respondió: “Madre, ¿quiere que destruya en un cuarto de hora el edificio de paz interior que estoy construyendo desde hace más de dieciocho años?”.
Viaje de regreso
En 1622, el duque de Saboya invitó a Francisco a unirse a él en Aviñón. El obispo aceptó la invitación, preocupado por el bienestar de la parte francesa de su diócesis. El viaje, sin embargo, era arriesgado debido al duro invierno y su deteriorada salud. Después de reunirse con el duque, Francisco comenzó su viaje de regreso. Ese viaje sería el último. Se detuvo en Lyon y se quedó en la cabaña del jardinero del convento de la Visitación. Desde allí atendió espiritualmente a las monjas durante todo un mes. Fue durante este tiempo que habló y escribió sobre la humildad. Continuó su viaje predicando y administrando los sacramentos hasta que su fuerza lo abandonó. Francisco de Sales murió a la edad de 56 años, el 28 de diciembre de 1622.
Un día después de la muerte del obispo, toda la ciudad de Lyon desfiló frente a la humilde casa donde había fallecido. Francisco de Sales fue canonizado en 1665 y en 1878, el Papa Pío IX lo declaró doctor de la Iglesia. Poco después, don Bosco lo nombraría patrón de su recién fundada congregación: la Pía Sociedad de San Francisco de Sales, y a Francisco como modelo para el servicio de sus hijos espirituales, los Salesianos.
Uno con más éxito visible que el otro, Jerónimo y Francisco de Sales fueron dos santos de difícil temperamento cuyo ejemplo nos invita a no desanimarnos a los que querríamos ser un poco más dulces y pacientes cada día.