La antiquísima liturgia bautismal de la noche de la pascua estaba llena de acciones que introducían al creyente a la nueva vida en Cristo, mediante gestos concretos y visibles que enraizados en la tradición bíblica formaban parte de las catequesis mistagógicas recibidas.
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Uno de los gestos pascuales más representativos era la vestidura blanca. Después de haberse despojados de sus antiguos vestidos, el catecúmeno era introducido a la piscina bautismal con la triple aclamación que le conducía al descendimiento bajo el agua, y al que se le llamaba a ascender por las palabras del obispo, de modo que subía progresivamente con la cara verso oriente, hacía la salida del sol.
A los pies de la piscina, el recién bautizado era asistido y recibía la nueva vestidura, el ropaje de la pascua, una singular túnica blanca que le asociaba a la dignidad filial de la familia de Dios, gesto que era acompañado por la exhortación episcopal de mantenerla limpia y preservada sin mancha hasta el encuentro definitivo con Cristo.
Aquella prenda tejida de una sola pieza, a la imagen del manto de Cristo, era un nuevo escudo de la fe que acompañará al cristiano en el nuevo camino emprendido, una especie de armadura espiritual (cfr. Rm 13,12) que le identificará en lo profundo de su ser como nueva criatura.
Revestidos de Cristo
Pero el gesto de la vestidura blanca tiene además un significado más profundo, no era un simple atuendo anecdótico para recordar el momento de la iniciación cristiana, el traje de pascua representaba a Cristo y la herencia de su nueva vida.
Uno de los poemas antiguos, referidos como las Odas de Salomón, escritos con tono bautismal e impregnados de la pascua, ponen en boca del neófito a modo de exclamación después de la inmersión la frase: “El Amo me renovó con Su Vestidura, y me poseyó con su Luz, y desde arriba me concedió el reposo incorruptible” (canto 11, 10).
La vestidura es un signo del mismo Cristo, un anticipo de lo que el neófito recibirá más adelante en la mesa eucarística, cuando participe para recibir la comunión del Cuerpo y de la Sangre, y de esta manera se haga uno con Cristo, uno en Cristo.
Por ello, el uso del traje blanco se extenderá al resto de la economía sacramental; se usará en los bautismos, en la unción de la confirmación, en el matrimonio, y en el orden sacerdotal. Los sacramentos penitenciales de la reconciliación y la unción de las enfermos, serán vistos como una práctica para purificar y renovar la limpieza del traje pascual.
El signo de la Z en el traje de la vida
Este gesto de la vestidura pascual, del traje de la vida, encontró eco en el arte paleocristiano, y de allí, el curioso signo de algunos mosaicos de Cristo que son marcados con la letra Z en alguna parte de sus vestidos, sobre todo en los bordes de los pliegues del manto.
La Z es el signo del séptimo día, de la creación del hombre y la mujer según el relato del Génesis (Gn 1,ss), y además, la séptima letra del alfabeto griego de la época helena, de allí que en la primera era de los cristianos se marcara el traje del Pantocrátor con la letra de la vida, en un sentido pedagógico; signo que será replicado y extendido a otras obras y piezas del arte del cristianismo
Es pues Cristo mismo el nuevo vestido con el que hemos sido revestidos. Él, la nueva túnica sin costuras que nos cubre de la desnudez de la muerte y el pecado. Él, la corona y el signo de la vida que nos viste con la luz de su pascua, con el triunfo de su resurrección. Él, el nuevo traje, que nos une a sí mismo con su Cuerpo y su Sangre. Él, vestidura blanca que nos recuerda la dignidad a la que hemos sido llamados.
Por Raymundo Alberto Portillo Ríos. Profesor de arquitectura de la Universidad de Monterrey.