Tras la celebración de la Cena del Señor, que el papa Francisco presidió en la cárcel de mujeres de Roma, el Viernes Santo litúrgicamente ofrece la máxima sobriedad y la celebración de la Eucaristía se suspende para contemplar al Crucificado. Unos oficios que comienzan con el expresivo gesto de la llegada en cierta penumbra a la Basílica de San Pedro donde la celebración de la Pasión comienza sin cantos, una procesión de entrada reducida y con el papa Francisco ha sustituido la postración en oración sobre el suelo por un instante de silencio despojado de la mitra y el solideo frente al baldaquino de Bernini tapado por andamios con motivo de las obras de restauración y dejando a la vista solo el altar completamente desnudo.
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Así ha comenzado una celebración que ha incluido, como es habitual, una Liturgia de la Palabra en torno al texto de la Pasión del evangelista san Juan –que el pontífice ha seguido sentado en la misma sede preparada en la Misa Crismal, la Adoración de la Cruz –siempre sin poder arrodillarse el Papa por su dolencia en la rodilla– y el Rito de la Comunión. Solo recogimiento, oración y devoción entre los rayos de luz que se colaban por las ventanas de la cúpula de Miguel Ángel.
La fuerza del servicio
El Papa, que preside la celebración, en cambio no hace la homilía. Ha sido, como es habitual, el predicador de la Casa Pontificia el cardenal Rainiero Cantalamessa el encargado de hacerlo. Sin más ornamento litúrgico que su hábito de capuchino y el solideo rojo, Cantalamessa destacó en la homilía que al presentarse Jesús en el evangelio de Juan es como que dijera que “lo que yo soy –y, portanto, ‘lo que Dios es’- sólo se sabrá desde la cruz”. Para él, “estamos ante una inversión total de la idea humana de Dios y, en parte, también de la del Antiguo Testamento. Jesús no vino a retocar y perfeccionar la idea que los hombres tienen de Dios, sino, en cierto sentido, a trastocarla y revelar el verdadero rostro de Dios”.
“Esa inversión de la idea de Dios, de hecho, siempre necesita ser renovada”, reclamó. Ya que, prosiguió, “Dios es omnipotente, por supuesto; pero ¿qué tipo de omnipotencia es la suya? Frente a las criaturas humanas, Dios se encuentra desprovisto de cualquier capacidad, no sólo coercitiva, sino también defensiva. No puede intervenir con autoridad para imponerse a ellos”. “El Padre revela el verdadero rostro de su omnipotencia en su Hijo que se arrodilla ante los discípulos para lavarles los pies; en su Hijo que, reducido a la impotencia más radical en la cruz, continúa amando y perdonando, sin condenar jamás”, explicó el cardenal.
Para el predicador “la verdadera omnipotencia de Dios es la impotencia total del Calvario. Se necesita poco poder para mostrarse; pero hace falta mucho para dejarse de lado, para borrarse”, reivindicó como lección “especialmente para los poderosos de la tierra” o se sirven de los demás.
El triunfo de la cruz
“La resurrección ocurre en el misterio, sin testigos. Su muerte fue vista por una gran multitud y en ella participaron las más altas autoridades religiosas y políticas. Una vez resucitado, Jesús se aparece sólo a unos pocos discípulos, fuera del foco de atención. Con esto quería decirnos que después de haber sufrido no debemos esperar un triunfo externo, visible, como la gloria terrenal. El triunfo se da en lo invisible y es de orden infinitamente superior porque es eterno. Los mártires de ayer y de hoy son testigos de ello”, prosiguió Cantalamessa. Las apariciones dan “un fundamento sólido a la fe, a quienes no se niegan a creer a priori; pero no es una revancha que humille a sus oponentes”.
Y es que, siguió, “el Resucitado se manifiesta a través de sus apariciones, de manera suficiente para dar. No aparece entre ellos para demostrarles que están equivocados ni para burlarse de su ira impotente. Cualquier venganza sería incompatible con el amor que Cristo quiso testimoniar a los hombres con su pasión”. “La preocupación de Jesús resucitado no es confundir a sus enemigos, sino ir inmediatamente a tranquilizar a sus discípulos desmayados y, antes que ellos, a las mujeres que nunca habían dejado de creer en él”, añadió.
El capuchino concluyó su homilía apelando en nombre de Jesús: “Venid vosotros ancianos, enfermos y solos, vosotros que el mundo deja morir en la pobreza, el hambre, bajo las bombas o en el mar, vosotros que por vuestra fe en mí, o por vuestra lucha por la libertad, languidecéis en una celda de prisión, venid mujeres víctimas de la violencia. En definitiva, todos, sin excluir a nadie: ¡Venid a mí y os daré un refrigerio!”