No sé si a ti te pasa. A veces, no tienes nada que decir. O al menos eso sientes: no tengo nada que decir. Me pasa de vez en cuando. No es falsa humildad. Tampoco dejadez o falta de interés, aunque en ocasiones, hay gente que lo interpreta así.
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Quizá, últimamente, nos hemos acostumbrado a tener todos una palabra, siempre y sobre cualquier tema. Como si eso fuera lo normal. Todos podemos opinar de casi todo y, a veces, da la sensación de que debemos hacerlo. De lo contrario, puedes parecer ignorante, distraído o displicente, como si no te importara lo que está pasando. Y no es verdad. Simplemente, no tienes nada que decir.
El silencio
Quizá, también hemos perdido el gusto por el silencio. El tuyo, el de cada uno. Y el silencio compartido. Estar contigo mismo en silencio, por dentro y por fuera y no tener necesidad de decir ni de hacer nada para sentirte presente. Estar con otros en silencio, por dentro y por fuera y no tener necesidad de decir ni de hacer nada para sentir que estamos juntos, que nos interesamos, que estamos bien.
No tener nada que decir no significa que no esté pasando nada por dentro de uno. Solo significa eso: que no hay nada que decir y, por tanto, no hay que decirlo. No siempre hay que decir algo. Y acogerlo así, posiblemente pide una buena dosis de libertad, un alto desprendimiento de la imagen que queremos dar, y un sentirse más que a gusto con uno mismo. Sin complacencias. Simplemente, ahora no tengo nada que decir y no lo digo. No busco una frase hecha para rellenar el silencio, no empiezo a pensar temas posibles de conversación para que no parezca que soy asocial, no me incomoda no tener nada que aportar.
Porque, a veces, a fuerza de insistir en la valía de cada persona, en la originalidad propia y todo eso, nos hemos olvidado de que es igualmente digno saber que en ocasiones no tenemos nada que aportar. Hay otros. Les toca a otros. No es mi momento. Y creo, de corazón que, en esos momentos, no hay decisión más valiente y honesta que callarse.